¿Interpretar al niño autista?

La interpretación resulta paradójica en el tratamiento del niño autista: debe apuntar a la operación lógica de separación aunque nunca logre instalarse como tal. Partiremos de examinar los tratamientos propuestos para la cura del niño autista y los opondremos a la perspectiva analítica.

1- Visicitudes de algunos tratamientos propuestos

“¿Qué hacer con un niño autista que llega a la consulta?” se pregunta el analista al confrontarse con estos niños encerrados en su propio mundo. Las experiencias clínicas y las correlativas teorizaciones muestran los impasses a los que conducen ciertas orientaciones.

Leo Kanner introdujo el concepto de “autismo infantil precoz” sin proponer un tratamiento específico. En 1971, un cuarto de siglo después de sus observaciones iniciales, volvió sobre los 11 casos estudiados: los respectivos destinos reflejaban las diferencias producidas por el tipo de atención recibida.

Con el tratamiento tripartito (madre, niño y terapeuta) que propone Margaret Mahler para el cuadro de “simbiosis infantil” introducido por ella, se intenta enseñarle a la madre cómo ponerse en contacto con su hijo y se la invita a identificarse con el modelo propuesto por la terapeuta. Simultáneamente, tiende a desarrollar el yo rudimentario del niño[2]. Aunque su detallado diagnóstico diferencial resulta valioso, el modelo de cura que propone no apunta al sujeto, sino al fortalecimiento yoico, cuyos impasses Lacan señaló a lo largo de su obra: el refuerzo imaginario otorga muletas que se pierden con facilidad por falta de un trabajo sobre la posición del sujeto desde lo simbólico.

Otros analistas de la Egopsychology emprendieron la misma tarea sin la inclusión de la madre, y quedaron expuestos a una fragilidad similar de la cura. El caso de Laurie -relatado por Bruno Bettelheim[3]- da cuenta de ello: sus sorprendentes progresos desaparecen rápidamente una vez que sale de su institución y es internada en un hospital público para niños débiles mentales. Pero el de Joey marca una diferencia: la construcción de una máquina funciona como condensador de goce y lo estabiliza.

Algunos historiales clínicos incluyen estudios de casos de niños esquizofrénicos que presentan ideas delirantes. Así ocurre en los casos de Sammy (estudiado por Joyce McDougall y Serge Lebovici[4]) y de Dominique (analizado por Françoise Dolto[5]). Llamativamente, la descripción de los primeros años de ambos niños es semejante a la de los autistas precoces, aunque su destino ulterior les permita cierta construcción delirante. En uno y otro caso, como lo señala Eric Laurent[6], los analistas intentan neurotizar al niño y hacerle creer en la incidencia de la palabra del padre sobre él. Estos tratamientos no son equivalentes: Dolto dirige una cura analítica; Joyce McDougall se dirige a su supervisor, Serge Lebovici, a través de su monólogo con Sammy. El impasse en el que desemboca esta dirección del tratamiento se debe al hecho de que no hay un pasaje de estructura. Por más buena fé que ponga un niño psicótico en la palabra de su analista, nunca se volverá neurótico. Dominique reproduce las palabras de la analista de la misma manera que es hablado por el Otro materno. Sammy denuncia, a través de la ironía esquizofrénica, las interpretaciones prêt-à-porter de su analista, que decodifican sus palabras en terminología kleiniana sin alcanzar por ello su subjetividad.

Meltzer se ocupa del tratamiento del espacio en el autismo y estudia el mecanismo de “desmantelamiento”, diferente del “clivaje” kleiniano[7]. No trata ya al autista esforzándose por introducir la nominación de los objetos -según la tradición kleiniana-, sino que busca introducir agujeros en estos sujetos “bidimensionales” a través de la transferencia. Eric Laurent[8] indica la diferencia radical que existe entre esta perspectiva y la orientación topológica de los Lefort: Meltzer ubica los fenómenos simbólicos en lo imaginario, por lo cual valora más el límite y el continente que el agujero en la estructura. El dispositivo analítico se reduce a una construcción de un continente, un límite, que contiene al niño.

Finalmente, el enfoque educativo, al estilo del método TEACCH, resulta parcial: no trata al niño, sólo le enseña conductas socialmente adaptadas que borran lo particular de cada sujeto. En cambio, la original posición de los Lefort nos introduce en las sinuosidades de la cura analítica del niño autista[9].

2- Apuntar a la separación

Estableceremos a continuación la oposición entre dos secuencias clínicas: una niña neurótica y un niño autista; ambos tienen cuatro años en el momento del tratamiento.

Luego de una internación hospitalaria por un cuadro severo de bronquitis espasmódica, María retoma sus sesiones en forma diferente a como lo hacía hasta entonces: no quiere desprenderse de los brazos de su madre y llora desconsoladamente en el transcurso de la sesión. Frente a su llanto, tomo una plastilina, hago una lágrima, la tiro sobre el escritorio y digo: “Son lágrimas, caen”. Nadia instantáneamente deja de llorar, comienza a jugar con las plastilinas mientras me habla del abuelo muerto que se fue al cielo.

Desde el comienzo de la consulta, Alex se rehúsa categóricamente a entrar solo al consultorio. Un día, cierro la puerta antes que pase la madre y digo que ella no entra. El niño permanece unos instantes frente a la puerta, y luego se sienta delante mío del lado izquierdo, dándome la espalda, sin mirarme. Reproduce así la misma posición que tomó cuando entraba con la madre: se sentaba frente a ella del lado izquierdo y manipulaba sus objetos ignorando nuestro diálogo y presencia. Durante veinte minutos desplaza sus cubos guardando esta posición en silencio. Me quedo sentada, sin moverme ni decir nada. Cuando finalmente el niño se da vuelta y me mira, corto la sesión.

Desde entonces, Alex entra solo y una serie de efectos se manifiestan paulatinamente: comienza a utilizar un mayor número de palabras y frases comprensibles, se dirige a mí y a los otros con la voz y la mirada, e incluso aprende a leer y a escribir. De hecho, algunos meses después, la madre me cuenta durante una entrevista, con sorpresa, un progreso del niño: antes era completamente indiferente a su imagen en el espejo; ahora se mira, se reconoce y dice su nombre. Es decir, hay una constitución especular como efecto del tratamiento de lo real a partir de lo simbólico.

En los dos casos la intervención analítica apunta a la separación del objeto. Pero la inscripción de esta operación lógica marca la diferencia. En el autismo hay alienación pero falta la separación: la primera se traduce en el uso holofrásico del lenguaje en intermitencia con su mutismo o jerga indiferenciada; la segunda produce la positivación del objeto. En la neurosis, ambas operaciones se instauran, y dejan como resto el enigma del deseo del Otro.

Para María, interpreto que un objeto puede separarse del cuerpo -en este caso las lágrimas-; la angustia desencadenada por la intrusión del enigma del deseo del Otro, representada en este caso por la acción del discurso médico sobre su cuerpo, cede de inmediato, y la niña puede desplegar su cadena asociativa en relación a la reciente muerte de su abuelo. La dirección de la cura ratifica la extracción del objeto: esta operación precede al tratamiento y la instala en la estructura neurótica.

Para Alex, en cambio, el objeto está positivizado: él mismo es el objeto mirada que se ofrece como complemento del Otro. Mi intervención apunta a la producción de una hiancia entre el sujeto y el objeto que el niño encarna, de modo que suture la falta del Otro. Se trata de introducir cierta discontinuidad en su inercia real de goce. La dirección del tratamiento hacia el agujero y la hiancia posibilita que el niño comience a hablar y que aparezcan rudimentos imaginarios.

Sin duda, resta la paradoja del tratamiento de una operación que no puede ser inscrita -la separación-, y que, no obstante, produce efectos subjetivos. Esta perspectiva permite que el niño no quede petrificado en la posición de objeto en el fantasma materno. El analista se dirige al sujeto que se manifiesta en esporádicas palpitaciones que indican su presencia en lo real, y estas puntuales escansiones actúan sobre los tres registros: extracción de goce, hiancia en la estructuración holofrásica del lenguaje, textura imaginaria dada por la constitución del espacio simbólico.

Todo esto es posible, pero nada asegura que el tratamiento siempre funcione de esta manera y con estos resultados. El estudio singular de casos y su seguimiento a través del tiempo nos orientarán en las observaciones que a partir de otras preguntas exploren los matices de cada análisis.

Publicado en: El Caldero 40, Buenos Aires, 1996. (pp 47-51).

NOTAS

  1. Este artículo retoma algunas consideraciones desarrolladas en el curso “¿Se puede curar a un niño autista?” llevado a cabo en la EOL en 1995, y que fueron volcadas ya en parte en otras publicaciones. Un recorrido más amplio será objeto de una publicación específica.
  2. M. Mahler, Simbiosis humana: las vicisitudes de la individuación (1968). México: Joaquín Mortiz, 1972.
  3. B. Bettelheim, La fortaleza vacía (1967). Barcelona: Laia, 1987.
  4. J. McDougall y S. Lebovici, Diálogo con Sammy (1984). Buenos Aires: Paidós, 1990.
  5. F. Dolto, El caso Dominique (1971). Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1973.
  6. E. Laurent, “Hay un final de análisis para los niños”, Uno por Uno 39 (1994).
  7. D. Meltzer y otros, Exploración del autismo (1975). Buenos Aires: Paidós, 1984.
  8. E. Laurent, “De quelques problèmes de surface dans la psychose et dans l’autisme”, Quarto (1981).
  9. R. y R. Lefort, Nacimiento del Otro (1980). Buenos Aires: Paidós, 1983.