Formas de la muerte frente al SIDA

Dar el paso, someterse al examen de seropositividad y luego esperar el resultado. Muchas personas no logran tomar la iniciativa para saber si están contaminadas. Tienen miedo, y con razón. El sida es en la actualidad un síndrome incurable. No obstante, los avances científicos y la combinación de medicamentos permiten relanzar hacia el futuro una muerte que parece inexorablemente anunciada.

Con el anuncio de la seropositividad cornienza la incertidumbre del momento de desencadenamiento de la enfermedad; se imaginariza entonces a la muerte de distintas maneras. En lo cotidiano, vivimos ignorándola, salvo cuando la enfermedad o un accidente nos la vuelve presente a través de nuestro cuerpo o del de nuestros seres queridos.

El enlace entre la muerte y el sida es una ficción que toca un punto real. El paciente seropositivo no tiene más seguridad de morir que cualquier otro ser viviente. Es un hecho: todos somos mortales, aunque vivamos confundiéndonos con los dioses y las estrellas.

Las primeras manifestaciones de la enfermedad introducen un purgatorio futuro de tratamientos médicos. Lentamente, pero en forma segura, se van complejizando en la medida en que se agrava el cuadro. En determinado momento aparece una tensión entre la prolongación de la sobrevida y el padecimiento de los efectos secundarios a los tratamientos propuestos.

La seropositividad y el sida no son ajenos a la vida, como tampoco lo son muchas otras enfermedades hasta ahora incurables o invalidantes. En esta ocasión, sin embargo. quisiera detenerme sobre un estado terminal de la enfermedad y la elección posible de cómo morir cuando la muerte resulta ya absolutamente irremediable. Estas consideraciones exceden el ámbito del sida puesto que podrían ser aplicadas para cualquier caso de enfermedad terminal. Examinaré tres cuestiones de actualidad bioética: el suicidio, el proyecto de “muerte digna” que se discutió oportunamente en la Argentina, y la eutanasia.

1. El suicidio

Georges Minois publicó en Francia un libro titulado Historia del suicidio. La sociedad occidental frente a la muerte voluntaria[2]. A partir de las fuentes de que dispone, Minois muestra cómo el suicidio se practicó regularmente desde tiempos inmemorables; esta elección también incluía una salida frente al sufrimiento provocado por enfermedades incurables. Durante mucho tiempo la Iglesia Católica penalizó al suicidio no sólo proclamando su condena espiritual eterna sino también confiscando los bienes del pecador e impidiendo su entierro religioso. Ciertas formas de suicidio camuflado eran toleradas en la aristocracia y en los fueros eclesiásticos, de acuerdo con los ideales de la época (martirios, sacrificios cristianos, torneos, actos heroicos o caballerescos). Minois señala el contraste entre la dureza ante el suicidio y la crueldad predominante en la sociedad medieval. La Revolución francesa suspende la penalización del suicidio, eliminándolo como figura penal. No obstante, la ayuda y la instigación al suicidio son severamente reprimidos.

La idea del suicidio se presenta para muchos enfermos de sida corno un alivio ante la amenaza de la degradación física y mental y la expectativa de dolor que pueden acarrear las enfermedades oportunistas. Estudios estadísticos llevados a cabo en Europa no expresan un aumento de la tasa general de suicidios en enfermos de sida con relación al total de la población. Estos estudios enfrentan innumerables problemas rnetodológicos puesto que muchos suicidios o actos médicos de eutanasia son declarados como muertes naturales[3]. En la Argentina, por lo demás, no existe una casuística de la causalidad del suicidio, y esto incluye al sida. Si la enfermedad no fue declarada, después del pasaje al acto nada podemos saber acerca de los motivos del suicidio,.

En muchas ocasiones, la manifestación de ideas suicidas traduce simplemente el deseo de acabar con el sufrimiento sin por ello pensar en matarse efectivamente. No hay que confundir la expresión de tales ideas con un pasaje al acto inminente. Su verbalización puede permitir aliviarse en la medida en que se dirigen a un saber médico en donde alojar su padecimiento subjetivo.

Las tesis de Durkheim, en su célebre estudio sobre el suicidio, es que en la medida en que disminuye el grado de integración social, aumenta el grado de suicidio. En los enfermos de sida las ideas suicidas son solidarias a las innumerables pérdidas que padecen a lo largo de su enfermedad. La mayor parte de los enfermos son atendidos por médicos clínicos que acusan recibo de aquello que escuchan: se angustian, se inquietan, se sienten culpables, impotentes. Su formación los lleva a curar los cuerpos enfermos y son sensibles frente al dolor del paciente. La urgencia del médico no responde necesariarnente a la urgencia de la situación real, por eso cada caso debe examinarse individualmente.

La situación es diferente cuando el paciente tiene la oportunidad de dirigirse a un psicoanalista: el dispositivo analítico ofrece cierto desahogo a través del poder de la palabra. La palabra no cura la enfermedad orgánica, pero le brinda al sujeto los medios para que tome otra posición y no se resigne a dejarse morir.

Se deben diferenciar los casos de depresión de la elección de una persona presumiblemente “equilibrada y lúcida”. Los suicidios aparecen en numerosos cuadros psicopatológicos en los que no se presentan verdaderamente como una elección sino como un pasaje al acto que busca desembarazarse del sufrimiento físico o psíquico (y no capta que eso significa su muerte).

D. Silvestre[4] señala que hay casos en los que el suicidio está ligado a una situación extrema en la que elegir vivir significaría hacerlo en condiciones en donde los derechos elementales del hombre no existen más. El suicidio eventualmente podría ser en esta situación una elección respetable y justificada.

2. El proyecto de “muerte digna”

En la Argentina se debatió un proyecto de ley denominado de”‘muerte digna”[5] que establecía el derecho de los enfermos terminales, o que hayan sufrido un accidente que los coloque en tal situación, y que se encuentren en pleno uso de sus facultades mentales, a interrumpir tratamientos médicos dolorosos que supongan sufrimientos. Para ello, el proyecto de ley fijaba una serie de requisitos. El rechazo al tratamiento médico debía hacerse por documento escrito firmado ante un médico y dos testigos. En caso de incapacidad para darse a entender, se habilitaría una vía judicial para que el juez determine una representación legal del enfermo. Esta oposición puede ser revocada en cualquier momento.

Este proyecto fue movilizado ante un acontecimiento que conmovió a la opinión pública argentina. El 30 de junio de 1995 un paciente fue hospitalizado en Mar del Plata con un foco de gangrena en su pie derecho. Los médicos diagnosticaron diabetes agravada por un cuadro de alcoholismo crónico. Tras la primera amputación se comprobó luego un problema similar en el pie izquierdo. Frente a esta nueva demanda quirúrgica, el paciente negó su consentimiento. Presentado el caso en los tribunales, el dictamen judicial aconsejó respetar la voluntad del paciente de rehusar la amputación. Pocas semanas después, el paciente murió.

El proyecto se oponía al “ensañamiento terapéutico que no cura ni evita la muerte sino que multiplica el dolor”, pero desestima el recurso de la eutanasia.

Los entretelones de la discusión conciernen a la protección de los médicos contra juicios de “mala praxis” por dejar morir al enfermo sin asistencia médica. También entra en la discusión su aplicación a menores de edad. Frente a esta situación, aparentemente la Iglesia manifestó con cierta cautela su acuerdo, siempre y cuando no sea una decisión del médico. Una nota del diario La Nación incluyó algunos comentarios relativos a los enfermos de sida y a la confrontación cotidiana en el hospital Muñiz con situaciones críticas.

En muchas oportunidades los médicos se abstienen de hacer sufrir innecesariamente al enfermo con tratamientos terapéuticos. Pero esta práctica se lleva a cabo discretamente, sin una declaración oficial, a través de un acuerdo explícito con el paciente o los familiares. Esto ocurre en todos los países. Se terne hablar de ello por las polémicas que desencadena puesto que se confunden los últimos estertores de la agonía con la idea de que tal vez haya un error en el diagnóstico, o que no se hayan probado todos los tratamientos posibles. Se deposita una excesiva confianza sobre la ciencia en desmedro del dolor de existir que pueden provocar en el paciente todos esos vanos intentos por prolongar lo inevitable.

El derecho a la muerte debería formar parte de los derechos del hombre -como se plantea en los EE.UU.-; en caso contrario, tal como lo indica G. Minois, “miles de seres deshumanizados por sufrimientos intolerables son condenados a vivir”[6].

3. Eutanasia y suicidio “rnédicamente asistido”

En 1982 fue publicado en Francia un libro llamado Suicidio: modo de empleo. Sus autores, C. Guillon e I. Le Bonniec, proponían técnicas ligeras que evitaran los métodos de suicidios violentos, dolorosos, y muv invalidantes en caso de fracaso. El Código Penal francés penalizó en 1987 severamente la instigación al suicidio y prohibió la venta del libro. A pesar de la rigidez de la ley francesa en tomo a la eutanasia. los tribunales usualmente absuelven a la mayoría de las eutanasias llevadas a cabo por compasión.

En nuestro país, como lo señalarnos ya, la eutanasia está absolutamente prohibida y penalizada.

Anne Guérin, en su artículo “Ayudar a morir: legislaciones sordas a las prácticas”[7], examina la situación de la eutanasia en distintos partes.

En EE.UU., el suicidio figura entre las “libertades privadas” garantizadas por la Constitución. Una decisión de 1990 de la Corte Suprema reconoció a los adultos el derecho a rechazar un tratamiento médico, incluso si ese rechazo produce la muerte. Es el antecedente legal de la “muerte digna” que se debatió en nuestro país. En 1991 una ley federal instauró la “autodeterminación del enfermo” y obligó a los hospitales a respetar su voluntad. Pero la eutanasia quedó excluida. En 1994. el estado de Oregon legalizó el suicidio “médicamente asistido”. En otros estados es considerado como un asesinato, salvo en Michigan, lo que impidió que el Dr. Keyorkian pudiera ser encausado por ayudar a suicidarse a numerosas personas. En California, la Sociedad Hemlock (en inglés significa ‘cicuta’) organiza extravagantes seminarios sobre el suicidio dirigido a enfermos de sida. Las técnicas están consignadas en un libro, Final Exit, publicado libremente puesto que se amparan en la libertad de expresión garantizada por la Constitución.

En los Países Bajos, la eutanasia es legal desde 1994. Las condiciones son muy estrictas: demanda repetida de la persona, información, y notificación del médico a las autoridades.

Un estudio llevado a cabo en Holanda[8] distingue la eutanasia (administración de una dosis letal en un momento decidido por el paciente y el médico) de los suicidios “médicamente asistidos” (el paciente se autoadministra la dosis letal prescripta por el médico). Señalan que la utilización de estos métodos creció con el aumento de sobrevida después del diagnóstico de sida. Piensan que es el resultado de un sufrimiento más importante por la degradación de la calidad de vida corno consecuencia de la evolución de la enfermedad. Según el estudio, estos métodos no disminuyen la duración de la vida puesto que en los casos en los que recurrieron a esta forma de rnorir, el 72% de los enfermos hubieran muerto “naturalmente” en el transcurso de ese mes, y ninguno hubiera logrado vivir más de tres meses. Los autores concluyen que la eutanasia no es una exclusividad de la sociedad holandesa sino que allí se discute abiertamente. Por otra parte, afirman que la actual legislación no aumentó los pedidos de eutanasia como se podría temer.

Aunque hav que luchar contra la asociación imaginaria entre sida y muerte -numerosos infectados logran proyectar y llevar a cabo una vida digna a pesar del pronóstico desfavorable-, es absolutamente necesario restituir al enfermo, llegado el caso, el derecho de sortear el “dolor de existir”.

Freud no consideraba que la muerte fuera una elección “inmoral”. Durante quince años sobrellevó un cáncer de mandíbula, padeciendo treinta y tres intervenciones quirúrgicas, y finalmente la instalación de una prótesis. Su médico relata que Freud le hizo prometer que lo ayudaría a morir cuando el sufrimiento se volviera insoportable. Dos días antes de su muerte, le dijo que había llegado el momento puesto que sus días no eran más que una tortura y no quedaba nada más del lado de la vida. El médico, acompañado por Anna Freud, le suministró el cóctel lítico.

En lo relativo al impacto del diagnóstico, la degradación física y al estadio terminal, el sida no se diferencia de otras enfermedades incurables[9]. En ningún caso la recepción del diagnóstico equivale a transformar al enfermo en un rnuerto-viviente. El nombre de la enfermedad es un significante que puede ser recibido sin tener ningún síntoma orgánico. El sujeto trata de situarse frente a la irrupción traurnática del diagnóstico, y la representación de la muerte aparece corno un sin-sentido al que se debe encontrar una razón. Toda la cadena significante se pone en marcha para elaborar y alojar ese significante nuevo y enigmático. La muerte evocada en ese momento es una imaginarización del destino de la enfermedad que sin embargo precede sin saber en cuánto a la muerte real. Esto es irrepresentable para todo ser hablante. Se instaura así el espacio de lo que Lacan denominó el “entre-dos-rnuertes”, muerte simbólica que precede a la muerte biológica.

A decir verdad, la vida siempre transcurre en ese margen entre la percepción de que somos mortales -sin que nunca logremos saberlo verdaderamente- y la muerte real. Ese margen, sea cual fuere, siempre es digno de ser vivido.

Cuando no ya queda nada más del lado de la vida, tal como decía Freud, dejar que una persona elija morir es seguir apostando por ese margen de vida que todos tenemos derecho de disfrutar.

La posición del médico es compleja. Puede resultar difícil dilucidar cuándo el “dejarse morir” corresponde a la única salida. Los juicios por mala praxis vuelven cruel la práctica médica: una posición ética se impone frente al uso y abuso de los recursos de la ciencia. Para ello, tanto el enfermo como el médico deben disponer de una cobertura legal que les permita obrar libremente de acuerdo a lo que la situación impone.

Si consideramos que la muerte forma parte de la vida, autorizar la elección de la rnuerte dentro de parámetros éticos consensuales, sin sufrimiento, es sostener hasta el último aliento una vida vivible.

NOTAS

  1. Publicado en El Caldero 54, Buenos Aires (1997).,pp 6-9.
  2. Minois, G., Histoire du suicide. La société occidentale face à la mort voloritaire. Paris: Favard, 1995.
  3. Guérin. A. y De Villepin, L., “Les imposses des statistiques“, en Le joumal du sida 84, Paris (abril 1996).
  4. Entrevista a D. Silvestre, ibíd.
  5. Diario La Nación. viernes 8 de noviembre de 1996.
  6. Op. cit., nota 1. p. 380
  7. A. Guérin, “Aider à mourir: des législations sourdes aux pratiques”, op. cit.
  8. P. Bindels y col., “Euthanasia and Physician Assisted Suicide in Homosexual Men with AIDS”, en The Lancel 347 (1996).
  9. Véase el trabajo de S. Chiriaco, “Quand la rnort rôde. Fonction des théories imaginaires de la maladie à risque léthal”, La Cause freudienne 30 (1995), sobre los enfermos de cáncer.