El saber, entre la devoción y la blasfemia

El padecimiento subjetivo desencadena la consulta analítica. Se trata de alcanzar un saber que decline al infinito lo insoportable de la propia existencia. Plantearé la cuestión a través de una construcción milenaria, la de aquellos que tienen el recurso de un Dios.

Partiré de una trilogía, un artificio creado para esta ocasión: un relato de Stefan Zweig, El candelabro enterrado; un fragmento de Temor y temblor de Kierkegaard; y Raquel contra Dios, también de Zweig.

Encontraremos en este recorrido la pregunta acerca de la existencia de Dios, y con ella, distintas maneras de presentar el amor al padre. Esta serie desemboca en el punto central de este artificio: el lugar del amor al padre en el final de análisis de algunas mujeres.

1. Padre, ¿por qué me pierdes?

Cuando el candelabro sagrado partió al exilio los ancianos decidieron llevar al pequeño Benjamín como testigo del objeto que fue parte del Templo de Salomón. La tradición oral propone un refugio contra el olvido. Las palabras como símbolos de la cosa perdida.

Durante el trayecto, el niño pregunta al gran rabino por qué Dios le quitaba justamente a ellos, el pueblo elegido, el objeto más amado. El abuelo le ordena que calle: sus palabras blasfeman contra el Creador. Para la sorpresa será aún mayor cuando el gran rabino confiese al grupo legendario que alberga esa pregunta desde siempre en lo más profundo de su corazón.

¿Cuál es la blasfemia de Benjamín? Cuestionar a Dios, bajo la forma: “Si nos ama, ¿por qué Dios “nos pierde” el candelabro sagrado?” La respuesta es unívoca: “Para que Dios exista”. El Dios judío prohíbe la instauración de imágenes. Para que el candelabro exista como símbolo que unifica al pueblo judío, debe desaparecer.

Este doble movimiento, alienación, en un Dios que existe, y separación, de lo que debe sacrificarse en el altar divino, tiene como eje el amor al padre. Amor a Dios en su faz de Ideal del yo.

El siguiente relato introduce una variante. Isaac debe ser sacrificado. Prueba de devoción que Dios exige de Abraham. ¿Qué sucede en el trayecto en el que Isaac es arrancado de los brazos de su madre para ser conducido al altar del sacrificio?

Kierkegaard presenta algunas variaciones de este episodio. Retendremos una, la de una súplica de un niño a su padre.

Isaac implora la gracia de Abraham. Pide que no lo sacrifique. Abraham responde, entre colérico y aturdido, que lo matará por puro capricho. Titubea la confianza del niño: “Dios, sé mi padre, pues ya no tengo uno en esta tierra”. Quedamente, Abraham bendice la fe de su niño.

La pregunta de Isaac encuentra la de Benjamín: “Padre, ¿por qué me pierdes?” Y tiene como respuesta: “Para que Dios exista”.

Ya podemos incluir “la otra cara” de un Dios simbólico: también es uno de los nombres del goce. Dios no sólo sostiene el esfuerzo de simbolización -la espiritualidad más allá de las imágenes-, sino que por puro capricho destruye, odia, y exige lo imposible: que Abraham dé la vida de su hijo como prenda de amor.

Imagen venerada o prohibida, símbolo de la cosa perdida, Dios se presenta a los hombres como consuelo o como encarnación de la figura que aterroriza.

Doble vertiente: Padre elevado a la dignidad divina, figura feroz del objeto incorporado en el interior del yo. Identificación al padre real, origen del Ideal del yo; identificación al padre imaginario, herencia del Complejo de Edipo, origen del superyó.

2. ¿Me amas?

La prueba por la que debe pasar Raquel es de otro orden. Destinada a Jacob por la reciprocidad de su amor, debe sacrificar durante años su lecho nupcial y otorgárselo a Lea, su hermana mayor, por amor al padre.

Dios se irrita frente a la herejía de sus hijos y decide destruirlos. Raquel se dirige entonces a Dios, que sólo busca vengarse, enumerando pruebas de amor, celos, pasión, dolor. Sus palabras pueden reducirse en una pregunta: “¿Cómo puedes odiarme con lo mucho que te he amado?”.

Dios, en el lugar del padre, encarna tanto al Ideal como el del goce feroz. El amor al padre produce la incorporación de un Dios que desde el interior sigue odiando a la criatura.

Un saber se produce entre la devoción, línea de las identificaciones simbólicas sostenidas por el Nombre-del-Padre, y la blasfemia, odio de Dios por la criatura que es incorporado en el interior del yo. Saber que se sitúa entre la alienación significante que sostiene la textura donde el sujeto trama su destino, y la separación del objeto, causa del deseo, que da una respuesta en el fantasma al acertijo del deseo del Otro.

3. Lo que resta

Camuflado en la figura del “odio hacia la madre” en la sexualidad femenina, el amor al padre devela en algunos casos de análisis de mujeres una imposibilidad lógica: se trata de un amor muerto.

Fuera de las oscilaciones de la demanda de amor, el “ser amado” cobra su sentido verdadero: restituir en lo simbólico la falta que particulariza en la alternancia del ser y tener la posición femenina.

La mortificación del amor al padre se expresa en la doble faceta de Dios. Padre ideal que conduce a la alienación simbólica, y goce de Dios de la criatura. Lo que Raquel ignora es la manera particular en que goza a través de sus pruebas de amor.

El final de análisis no coincide con la caída de los ideales. Se trata de construir un saber sobre el goce que se oculta en el amor al padre.

El análisis produce una modificación de la posición de algunas mujeres en relación a ese amor. Al despojarle el valor imaginario de restitución del falo añorado, se devela su lugar como operador que organiza la estructura.

La caída de las coartadas imaginarias del “hacerse amar”, la desidentificación, es necesaria para que “allí donde eso estaba, un saber advenga”. Paso necesario pero no suficiente.

La “vanidad de vanidades” que profiere El Eclesiastés no hace más que ofrendar su amor al padre. Un más allá de la vanidad, salida que impide el desvarío, se impone y obstaculiza la resignación frente a los misteriosos poderes del destino.

* Publicado en Descartes 7, Buenos Aires, 1990, pp. 33-35.