Durero y la melancolía

Algunas reflexiones sobre la creación

“Ne suis-je pas un faux accord
Dans la divine symphonie,
Grâce à la vorace Ironie
Qui me secoue et qui me mord ?”
Baudelaire
[1]

La tradición filosófica siempre se interesó por los llamados “melancólicos”. Desde la Antigüedad hasta el siglo XIX fueron considerados como los individuos capaces de elevarse a las altas esferas del pensamiento. Bajo el signo de Saturno, tanto los artistas como los creadores formaban parte del temperamento melancólico: ensimismados en su mundo interior y predispuestos, por ello mismo, a recibir inspiraciones y desembocar en la producción de obras de arte. Su caracterización era doble: exaltación y abatimiento. Junto al impulso creador que sigue la estela de la intuición, la bilis negra que se enfría en su interior los consume y desespera, transformándose en un “veneno negro”, al decir de Baudelaire.

En el siglo V a. C. Hipócrates formuló la teoría de los cuatro humores o sustancias fluidas que se sostuvo hasta el Renacimiento: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. La salud dependía del equilibrio de estas sustancias y un exceso de cualquiera de ella producía una enfermedad. Estos humores se convirtieron en determinantes de los temperamentos del hombre. El predominio de la sangre generaba el tipo sanguíneo; el de la flema, tipos flemáticos; el de la bilis amarilla, tipos coléricos; y el de la bilis negra, tipos melancólicos.

Aristóteles, en sus Problemata XXX, postuló por primera vez la conexión entre el humor melancólico y el talento sobresaliente para el arte y la ciencia. Así surgió la relación entre el genio y la melancolía. Si la bilis negra no se templa convenientemente, puede ocasionar depresiones o locura[2].

Baudelaire continúa esta tradición en sus composiciones poéticas acerca de la melancolía, y despliega el concepto antiguo en metáforas o sinónimos. Una serie de poemas reciben el nombre de Spleen. Esta palabra, de origen inglés, y central para todo el Romanticismo, se formó a partir del griego (splên, el bazo, lugar de la bilis negra, entonces de la melancolía), “designa el mismo mal, pero con un rodeo que hace de él una suerte de intruso, a la vez elegante e irritante”[3]. Estos poemas, reunidos bajo ese título, se vuelven para Starobinski blasones perifrásticos de la melancolía.

A partir del siglo XII la astrología dio una base “científica” a esta concepción: el temperamento de un hombre era determinado por su planeta. Los hombres nacidos bajo el signo de Júpiter son sanguíneos, los de Marte coléricos y Saturno, el planeta de la revolución más lenta, determina el temperamento melancólico[4].

La tradición literaria e iconológica de los siglos XVI y XVII se ocupa de ilustrar los rasgos en los que se entrecruzan la tristeza estéril y la meditación fecunda. El mentón sobre la mano, el cuerpo inclinado, son sus gestos emblemáticos.

Starobinski se pregunta: “¿Sobre qué están inclinados estos personajes?“[5]. Y responde que a veces sobre el vacío, sobre el infinito lejano, sobre objetos e instrumentos científicos, o simplemente se reclinan sobre su subyugamiento interior. Sobrecogidos en su mundo espectral, mucho puede decirse de estas almas contemplativas antes que el cuadro psiquiátrico los vuelva el prototipo de la tristeza y el dolor de existir.

No debemos confundir estos espíritus melancólicos con que se nombraban a los creadores artísticos para mostrar hasta qué punto estaban captados por la intuición y la concentración con el cuadro que se desprende de las monomanías, y que paulatinamente cobró un destino autónomo para nombrar un tipo clínico de psicosis. Vasari, por ejemplo, en su famoso libro Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos[6], del que Freud extrae la información relativa a la biografía de Leonardo da Vinci en su estudio sobre él, había insistido en el carácter melancólico de los artistas.

Durero realiza su grabado “Melencolía I” en 1514 a los 43 años -poco después de la muerte de su madre-. En ese entonces, trabajaba al servicio del emperador Maximiliano I, y los pedidos imperiales ocupaban todo su tiempo. También compone otros dos dibujos -“El caballero, la muerte y el diablo” (1513) y “San Jerónimo en su celda” (1514)- que junto al diseño ya mencionado pueden ser considerados como integrantes de una trilogía. Si bien no son un conjunto en el sentido estricto del término, para Panofsky “poseen una unidad espiritual”[7]: el caballero representa la vida activa, San Jerónimo la vida contemplativa del cristiano y la Melancolía figura el mundo racional.

Antes de Durero[8], las representaciones de la melancolía se encontraban principalmente en tratados de medicina (como enfermedad junto a los tratamientos propuestos), en los libros populares consagrados a la teoría de los cuatro humores, y en los almanaques que la describen como un tipo humano dentro de los cuatro temperamentos posibles. El tratamiento de la melancolía de Durero difiere de sus predecesores. No se trata de pereza o negligencia, sino de un ser superior en virtud de su inteligencia y su imaginación, rodeado de instrumentos y símbolos de su esfuerzo creador y su búsqueda científica. La influencia de esta obra -primera representación que elevó el concepto de melancolía del nivel del folklore científico y pseudo-científico al plano del arte- se extendió por toda Europa y duró más de tres siglos.

“Melencolía I” recibió numerosas interpretaciones, menos por la dificultad de identificación de los objetos heterogéneos que presenta la imagen, que por la razón de que se encuentren allí reunidos[9].

El dibujo presenta la figura principal de una mujer alada vestida con un atuendo de la época. Aunque tiene el torso ligeramente inclinado hacia adelante, sus brazos no languidecen junto a su cuerpo sino que su flexión indica cierta tensión: sostiene un compás que no utiliza en ese momento, y un libro reposa sobre sus piernas entreabiertas. La expresión de su rostro es atenta, la mirada se fija en un punto distante mientras que el fluir de los pensamientos nos resulta enigmático. Para Panofsky, ella suspendió su trabajo no por indolencia sino porque perdió su sentido. “No es el sueño lo que paraliza su energía, es el pensamiento“[10]. A mi entender, Durero intenta mostrarnos un espíritu atento en plena circunscripción del impulso creador; momento de ver que precede a la conclusión. Como contrapartida tenemos junto a ella el perro que se sumerge en su sueño. Encontramos un palpitante trabajo interior en esa quietud extática -las imágenes de la ciudad que se ven a lo lejos parecen extrañamente desiertas- que no guarda ninguna relación con la apatía de las depresiones más o menos manifiestas de los tratados especializados.

Los otros dos grabados también están hechos de contrastes. San Jerónimo está inclinado sobre su libro, en medio de sus reflexiones, en oposición a los animales que duermen a su alrededor. Junto a la luz que se filtra a través de la ventana, aparece en un rincón de la habitación una calavera que se aloja entre los libros que lo rodean en desorden: punto anamorfósico desde donde cobra sentido el cavilar interior. La muerte es un personaje en el tercer grabado, sombra que acompaña al caballero que representa la vida.

Llamativamente, la muerte no aparece en forma manifiesta en “Melencolía I”; antes bien, una serie de objetos se dispersan alrededor del ser alado. La melancolía dibujada es la del artista, “artificial”, y la bolsa y las llaves que lleva son interpretadas como símbolos del poder creador; la corona compuesta por plantas de naturaleza acuática, conjuran la “sequedad” creadora.

Para Durero la actividad artística profesional -recordemos sus trabajos sobre la perspectiva- conjuga el conocimiento profundo de la geometría y la habilidad en la práctica. Melancolía figura para Panofsky el conocimiento teórico que piensa, pero no puede actuar. El angelito que aparece sobre su cabeza, absorbido en sus garabatos sin sentido, personifica la habilidad práctica que actúa sin pensar. La separación de la teoría y la práctica vuelve entonces impotente al impulso creador.

La creación es el efecto de un soplo interior que guía la mano y los pensamientos del artista. Más que la acción planetaria o el humor que cautiva al individuo, es una mezcla de estudio e intuición. El estilo no se aprende, pero se pule e ilustra. Latente en los corazones, un pregunta palpita y estremece al artista: la obra será la caleidoscópica manera de responderla sin obturar el vacío que impulsa la actividad creadora. De las tinieblas en las que se despierta la obra de arte, surgen luego las interpretaciones por añadidura. Quedamente, cada artista permanece a solas con su creación, mientras que las palabras se deslizan sin lograr delimitar un resto inefable.

A modo de cierre, consideremos la manera con que Roger Callois, en Tres lecciones de las Tinieblas, recompone el momento de creación de “Melencolía I”. Durero encuentra una piedra preciosa; ella le evoca una frase enigmática que compara la acedia a un ser mineral. A través de la transparencia del ágata vio el dibujo que compuso a continuación. Callois concluye -y nosotros junto a él- que “existe un parentesco secreto entre las vías ciegas de la materia inerte y las de la libertad y la imaginación. Unas y otras utilizan caminos análogos aunque sin cesar más delicados, sofisticados luego hasta el infinito“[11].

Buenos Aires, junio de 1996.

Publicado en: El Caldero 44, Buenos Aires, 1996, pp. 63-65. Se volvió a publicar en “Durero y la melancolía”,La revista de psicoanálisis 1, Buenos Aires,2000, pp. 11-12.

NOTAS

  1. Baudelaire, poema: “L’Héautontimorouménos”, Ouvres Complètes. Paris: Robert Laffont, 1980.
  2. R. Klibansky, E. Panofsky y F. Saxl, Saturne et la Mélancolie. Paris: Gallimard, 1989.
  3. J. Starobisnki, La mélancolie au miroir. Trois lectures de Baudelaire. Paris: Julliard, 1989, p. 16.
  4. R. y M. Wittkower, Nacidos bajo el signo de Saturno. Genio y temperamento de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución francesa. Madrid: Cátedra, 1992.
  5. Starobinski,op. cit., p. 49.
  6. G. Vasari, Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos. México: Cumbre, 1982.
  7. E. Panofsky, La vie et l’art d’Albrecht Dürer. France: Hazan, 1987, p. 237.
  8. Idem.
  9. H. Böhme, Dürer. Melencolia I dans le dédale des interprétations. Paris: Ed. Adam Biro, 1990.
  10. E. Panofsky, op. cit., p. 253.
  11. R. Callois, Trois leçons des Ténebres. Montpellier: Fata Morgana, 1989, p. 26-27.