Crónica de la Tétrade nº1: Freud y el orden de los psicoanalistas

El psicoanálisis tiene una historia. Historia que excede los límites del mito épico que se construye alrededor de Freud y las pasiones suscitadas en el medio psicoanalítico, y aloja en su interior un deseo: el “deseo del psicoanálisis”.

De este deseo, la Tétrade es su actualidad.

¿Qué es la Tétrade? Ante todo es el efecto del Coloquio sobre la Disolución llevado a cabo en París durante el mes de enero. También es una serie de cuatro reuniones que siguen la égida de una discusión cortés (según la expresión de Eric Laurent). Pero sobre todo, es un instrumento de investigación y de cuestionamiento de los “acuerdos” supuestos, que permite establecer cuál es “nuestra” posición actual dentro del psicoanálisis (para quien quiera incluirse en ella).

La historia del movimiento psicoanalítico y el debate suscitado por Leclaire desde hace algunos meses –por su proyecto de institucionalizar un procedimiento que estipule, de forma estatal, un orden para el ejercicio del psicoanálisis-, se entrecruzan en la pregunta de qué es ser psicoanalista. Preocupación extraterritorial que se articula a los nuevos interrogantes que genera la unificación de la Comunidad Europea.

La presentación de esta primera reunión estuvo a cargo de Jacques-Alain Miller, luego se sucedieron una serie de intervenciones –de Eric Laurent, Danièle Sivestre, Franz Kaltenbeck, Serge André, Gene Lemoine y Phiippe La Sagna-, y finalizó con una discusión general.

Podemos sintetizar el conjunto de esta primera reunión en los siguientes términos: la disputa central es la que puede construirse entre Freud y Lacan. Qué efectos produjeron en el movimiento analítico el deseo de Freud y el deseo de Lacan? ¿Cómo intervino en su “política” frente al psicoanálisis?

Para Freud, “nuestra causa”, “nuestra Escuela”, se basaba en la creencia en el inconsciente. A pesar del malestar que le produjo en los años ’20 la solución del Instituto, primó su voluntad de un psicoanálisis “sin fronteras”, y la I.P.A. devino entonces una parte de su herencia. Podemos preguntarnos, más allá de su demanda, en la que traslucía su temor frente al riesgo de la constitución de una nueva religión, ¿cómo intervino su deseo en el devenir de esta asociación? En todo caso, conocemos su resultado. Una difusión internacional del psicoanálisis, al precio de una organización que se ocupa de validar la formación de los analistas, y que, simultáneamente, desdeña una de las grandes funciones del Lehranalytiker: la de intervenir en la cultura para transmitir el psicoanálisis y para analizar el malestar en la civilización (relación del psicoanálisis a la ciencia).

Dado el carácter particular del uso y del engranaje que instrumentan los psicoanalistas, cómo proteger el psicoanálisis de los psicoanalistas?

Para Lacan, la exclusiva referencia al inconsciente resulta insuficiente. Opone entonces una ética a los fines puramente terapéuticos de la cura. Luego de su excomunión de la I.P.A. en 1964, pone en marcha una nueva apuesta: la evaluación del analista a partir de su análisis a través del procedimiento del pase. La jerarquía de la antigüedad, de la experiencia acumulada con los años, es definitivamente dejada de lado.

De la experiencia propuesta por Lacan se desprenden tres orientaciones: la Escuela, la “nebulosa” (como lo denominó J.-A. Miller), conjunto de grupos organizados alrededor de un notable, que rechaza la Escuela, y en un panorama más vasto, El Campo freudiano. Partiendo de la dialéctica de la oposición entre la Escuela y no Escuela, es necesario establecer qué es lo que cada uno extrajo de su experiencia, para hacer un balance de la “experiencia” que inició Lacan. Se desprenden entonces dos preguntas, qué hay de la I.P.A. en “nuestra” Escuela? Y, por otra parte, queremos esta Escuela? La puesta en acto de una respuesta que siga los trazos de la enseñanza de Lacan tambié es “nuestra” responsabilidad.

Pero, ¿cómo acceder verdaderamente al deseo de Freud o al deseo de Lacan? Sus textos, los intrumentos construidos, no pueden ser puestos en equivalencia con sus deseos.

Se pone entonces en relieve la cuestión de analista, concepto que suscitó cierta discusión, sobre todo por su relación al analista en posición de (a), y su equivalencia con el Sujeto Supuesto Saber. Deseo que debe distinguirse del deseo del propio sujeto, y que en definitiva coincide con el deseo de saber (punto ampliamente desarrollado).

Sólo con el esfuerzo de “trabajadores decididos”, de sujetos animados por el deseo de saber, puede construirse una Escuela. Escuela que incluye la presencia de no analistas (o de analistas despojados de su predicado de analistas) como condición necesaria de control del procedimiento del pase. En este punto se produjo una discusión: multiplicidad de carteles sin un orden del “estado” regidos por la permutación, o una cierta organización, diferente de la jerarquía, dentro de la multiplicidad?

Para Lacan, el trabajo clínico se propone como un análisis aplicado. La relación con la cultura se impone. De esta manera, desde una perspectiva más general podemos preguntarnos cómo interviene la coyuntura política a la que se enfrentan Freud y Lacan en sus teorizaciones y en su estilo de formalizar la transmisión del psicoanálisis. Se enfrentan así dos órdenes lógicos diferentes que oponen el totalitarismo al “mercado”.

Si el psicoanálisis se opone a la “ética del superyó”, origen del malestar en la civilización, esta nueva ética no puede responder a un “orden” del Estado. El rechazo de la propuesta de Leclaire es unánime. En cambio, la respuesta de qué es ser analista es un saber a producir. Probablemente uno por uno.

La “causa analítica” continúa siendo entonces una cuestión a moralizar en la subjetividad de nuestro tiempo.

* Publicado en Uno por Uno 9, Barcelona, 1990, pp. 5-6.