Tratamiento telefónico de un paciente psicótico: Telefonía de la sesión

Como lo indica el título enigmático de este trabajo, me propongo analizar el rol del teléfono en el tratamiento de un paciente psicótico. Quisiera retomar el ejemplo de Juan Carlos Indart, publicado en el número 28 de Ornicar?, que presenta un síntoma obsesivo que tiene como eje el teléfono.

El enamorado estudiado por Indart esperaba la llamada de una mujer, objeto de sus pesares amorosos. Esta espera le impedía dormir. En medio de la noche le surgía la siguiente idea obsesiva: si el teléfono dejaba de funcionar no podría recibir el llamado tan anhelado. Surgía así una oscilación entre la voluntad de descolgarlo para verificar su buen funcionamiento, y colgarlo para poder recibir el eventual llamado. Esta maniobra repetida con intervalos regulares durante dos noches consecutivas desencadenó en él un estado de angustia intensa.

Dejaré por el momento esta importante contribución a la psicopatología de la vida cotidiana para introducir la particularidad del tratamiento del paciente que quiero presentar. Llega al hospital en búsqueda de un refugio: era perseguido por un complot internacional organizado popr los gobiernos argentinos y canadienses. Víctima de continuas hostilidades, no logra escaparse solo. Una larga odisea a través de diferentes internaciones precede su llegada al servicio hospitalario del Araoz Alfaro. Desde el comienzo de su nueva internación los mensajes continúan acosándolo. Le llegan signos que interpreta como claras manifestaciones del acoso y persecución. Luego de un corto período cae en una total retiscencia que impide conocer la temática de sus alucinaciones y su producción delirante. Permanece mudo durante todo el día, acurrucado entre las sábanas, sin comer. Su estado general empeora rápidamente. Queda en un estado casi catatónico, prisionero de aquello que no logra comunicar.

Las sesiones se desarrollan entre mis palabras y su silencio. Inversión cuasi paródica del dispositivo analítico: permanezco junto a él hablándole, mientras que postrado e inmóvil el paciente no logra pronunciar ni una palabra.

En medio de estas desalentadoras perspectivas, recuerdo que en cierta oportunidad, al comienzo de su internación, me pidió que lo llamara por teléfono. A partir del recuerdo de esta única demanda comienzo a llamarlo casi todos los días, dando así una nueva orientación a su tratamiento. Para mi gran sorpresa, acepta salir de su cama para recibir mis llamadas, y aunque responde sólo con monosílabos, no cuelga: queda junto al aparato hasta que doy por terminada la comunicación, que dura apenas algunos minutos.

A partir de estas conversaciones telefónicas el paciente comineza a hablarme del peligro de muerte inmediata al que se encuentra expuesto. Su delirio de persecución se reinstaura y se expresa. Se fija a continuación en un punto preciso: la búsqueda de una pensión del Estado, con lo que encuentra un lugar relativo en el universo simbólico.

¿Qué sucedió? ¿Por qué las palabras intercambiadas por teléfono lograron arrancarlo de su encierro catatónico?

Intentemos primero precisar lo que distingue las palabras pronunciadas cuando los interlocutores están presentes de las palabras pronunciadas por teléfono. La función fática analizada por Jakobson está presente en ambos casos. Los “¡Aló!”, que representan el intento de mantener la comunicación entre emisor y receptor, establecen un contacto directo que permite verificar la presencia de uno y otro. Esta verificación repetida funciona tanto en el diálogo personal como en el telefónico, pero en este segundo tipo de comunicación interviene un objeto mediador, el teléfono, que introduce otra modalidad de la palabra: la “palabra telefónica”, que es una palabra a distancia.

Ampliemos esta serie con la escritura. En la comunicación por escrito, autor y lector están también a distancia. El autor se separa del texto escrito, e incluso si tiene un destinatario bien preciso, es posible que sea comunicado a otros. La interlocuación íntima se rompe. No hay presente del texto escrito, sino un vaciamiento de la presencia del emisor y del receptor.

Por un lado está la palabra, la expresión “fónica”, en la que ambos interlocutores están en presencia; y, por otro lado, está la escritura, que siempre es una expresión a distnacia, “tele-grafía”. En cuanto a la expresión “tele-fónica”, es un modo de expresión fónico, como la palabra, pero a distincia, como la escritura. Es más, la palabra telefónica se lleva a cabo por intermedio de un aparato que es -como lo mostró Indart en el síntoma obsesivo antes mencionado- la objetivación del funcionamiento automático de la dimensión simbólica.

¿Qué sucede en el momento en que el paciente está encerrado en su mutismo? El sujeto está inmerso en fenómenos de automatismo mental, y que lo mensajes que recibe sin interrupción lo sumergen en un estupor catatónico, que le impide tanto moverse como hablar. Mi presencia junto a él, las palabras que pronuncio, resultan impotentes para lograr romper su silencio. Recibe también cartas de otro paciente que trata de ayudarlo, pero, como su comida, son depositadas junto a él sin que de muestras de percibir su presencia. Una vez que las palabras se vuelven telefónicas logran alcanzarlo.

Podemos decir, a la manera de Eric Laurent (“Le pélerinage du chevalier Harold”, L’Ane Nº7) cuando estudió el rol del grabador en un tratamiento de Searles, que el teléfono le permite al sujeto situar la voz alucinatoria y fijarla, localizándola en un aparato exterior. Las sesiones telefónicas responden a una llamada que se sostiene sin la presencia física del interlocutor, reducida a una voz. La comunicación telefónica se vuelve así la materialización de la voz del Otro, materialización tranquilizante puesto que pone al Otro a distancia y lo exterioriza. A partír de allí el paciente logra confiarme a través del teléfono que todo el mundo escucha sus pensamientos, y que eso lo aterroriza, y, por otro parte, que recibe continuamente mensajes que le anuncian su muerte.

Mis llamadas telefónicas introdujeron una discontinuidad en sus alucinaciones cacofónicas. El aparato creó un lugar que atrajo al exterior del sujeto la voz que lo perseguía en su fuero interior, permitiéndole así sustraerse de la tiranía del automatismo mental. De allí la reapatición del delirio interpretativo y la entrada en un proceso burocrático -la búsqueda de una pensión- que lo instaura en un orden del mundo (aunque sea transitorio).

He aquí el caso del tratamiento de un paciente psicótico que antes que nada fue telefónico. Tal vez sea necesario que siempre lo sea, incluso sin teléfono. Dicho de otra manera, frente a un psicótico el analista debe mantener la proximidad fónica de la función fática, al mismo tiempo que establecer una distancia. Puesto que se trata de permitir la emergencia deun “aparato” que pueda situar el fenómeno alucinatorio, produciendo un límite, de donde emerge un nuevo orden del mundo.

* Publicado en Ornicar? 42, París, 1988, pp. 144-117.