Secretos de alcoba

¿A quién no le gusta tener un secreto? O mejor dicho, ¿quién no tiene un secretillo en lo más profundo de su corazón? Sobre todo si es compartido, dirán algunos. O si es imposible de revelar, responderán otros. Lo cierto es que convivimos en un mundo de secretos más o menos inconfesables en los que transcurre nuestra cotidianidad.

Tempranamente Freud indicó la crucial importancia del secreto en la vida amorosa de las mujeres. Pensaba, a comienzos del siglo XX, que si una mujer no lo tiene, lo busca como una necesidad propia a su ser femenino. El secreto le permite hurtarse del otro, dejar parte de su feminidad por fuera del lazo social.

Si bien muchas veces las relaciones entre las mujeres se construyen a partir de la comunidad de secretos, o de estar al corriente de cierta información que otros no deben poseer, el secreto que aquí acentuamos concierne más a la intimidad que a la vida social. En lo comunitario muchas veces las relaciones con los secretos determinan la inclusión de una persona o su exclusión. Pero en la intimidad los secretos tienen como punto de partida la barrera que cada uno establece sobre aquello de lo privado que no debe pasar a la vida pública.

A veces existen experiencias o sentimientos imposibles de decir incluso para uno mismo. De hecho, la sexualidad siempre tiene algo de secreto. Aquellos que transgreden los usos de la insinuación y pasan mostrarla en forma directa son considerados anómalos y producen angustia y rechazo.

Las condiciones de elección del objeto erótico y amoroso pueden ser secretas para el propio sujeto. Sabe que ese detalle, esa particularidad del otro lo atrae, y no obstante, paradójicamente, nada sabe acerca de eso. Ese es el punto clave del saber inconsciente: un saber no sabido por la conciencia. Esa elección establece cuáles son los rasgos simbólicos que diseñan al objeto amable y determina la serie que puede detenerse en un único objeto o formar parte de una lista de objetos sustituibles unos a otros.

La experiencia analítica contribuye muchas veces a develar semejante misterio. Algunas veces incide sobre ese tipo particular de elección, otras posibilita que el sujeto se reconcilie con su manera de amar y desear.

En ese sentido, el secreto aquí invocado funciona en forma diferente en mujeres y en hombres.

Para los hombres, las condiciones de elección de objeto está determinada de modo tal que se puede hablar de la condición “fetichista”, siempre la misma, de elección. En cambio, en las mujeres el acento está puesto en el hacerse amar y desear, por lo que el amor toma para ellas una vertiente llamada “erotómana”.

La condición masculina es ignorada por él y en la mayor parte de los casos es un secreto para los otros porque de lo contrario sería exponer socialmente su sexualidad.

Por el contrario, para nadie es un secreto que las mujeres están más preocupadas por hacerse amar que por amar. El secreto femenino incumbe a su goce solitario, llamado por Lacan suplementario, que no la pone en relación con el otro. Antes bien, la hace “no toda” para el otro. Una parte de ella misma se sustrae del partenaire.

El secreto, el misterio femenino, no son la prueba de la “mala fe”, de la insinceridad o de la mentira que se les atribuye a las mujeres. En realidad es la expresión de un goce que no puede ser expresado a través de las palabras y que las excede a ellas mismas volviéndose una pregunta.

Sólo el amor vuelve menos solitarios a los amantes, dice Lacan, puesto que el goce de cada uno los deja a solas. La experiencia amorosa puebla el exilio que conlleva el malentendido y el desencuentro radical entre los sexos. Desprecio y degradación de la mujer por parte del hombre, odio y hostilidad de la mujer hacia los hombres. En ambos casos, el secreto de estas pasiones se encuentra en la intimidad de la vida psíquica que determina su modo particular de amar y gozar.

El secreto puede, pues, estar habitado por palabras que no logra nombrarlo del todo. O puede mantenerse en reserva por propia decisión. Pero una parte del secreto de la relación entre los sexos no puede más que quedar en silencio, a la espera que los amantes encuentren sus buenas palabras.

Publicado en La mujer de mi vida, Buenos Aires, Año 3 Nº 28, 2005.