Salvar al padre o el empuje del superyó

“Ah, padre mío, le dije. ¿Has podido concebir que yo huyese sin ti?
¿Has podido creerme capaz de tamaño crimen?”.
La Eneida, Virgilio

Eneas volvió su mirada en medio de la lucha. ¿Acaso un recuerdo atravesó su mirada sombría? ¿Algún vago destello de nostalgia se infiltró en su rostro como un relámpago vagabundo? Tenía que volver. Lo sabía. Salvar al padre era su designio. Se abrió paso a través del tumulto. Los dioses eran su guía. Pero su padre no quería seguirlo. ¿Qué hacer? ¿Retornar enmudecido a la batalla? ¿Ofrecer su muerte en holocausto? No podía abandonarlo, jamás sería capaz de semejante crimen…

Continuar la lucha sin el padre, llegar al Acrópolis en medio de un profundo desasosiego, sobrevivir la muerte del padre… matices con se sitúa al padre y se bosqueja su más allá. En el más acá se encuentra el amor al padre bajo la modalidad de “salvar al padre”, desinencia entre otras de hacerlo existir por amor.

El relato de Virgilio es retomado por Rafael en su pintura de los frescos con los que ilustra el Incendio de Borgo (1514-1517). Junto al retrato de León IV –con la figura del Papa León X por entonces pontífice reinante–, que apaga milagrosamente el fuego que abrasa a su pueblo, en un rincón de la imagen, dentro la escenografía general del fresco, Rafael pinta a Eneas llevando a Anquises sobre sus hombros. El reverso del padre todo amor, que los salva del incendio, se pone al descubierto, y en contrapunto aparece el hijo que, también por amor, salva al padre y sostiene su imagen ideal.

El mito griego sigue su curso, esta vez volcándose en el mármol, primero con Baroccio (1598) y luego en la obra de Bernini (1628-19). Nuevamente Eneas carga a su padre Anquises, esta vez con el hijo que camina a su lado. Padres e hijos –Anquises lleva los vasos en los que se guardan a los antepasados, a la vez que es llevado en andas por Eneas– huyen de la debacle de Troya, y cada uno, a su manera, carga con el peso del padre…

Los dioses se metamorfosean con el monoteísmo en el culto al Dios-padre. En sus escritos sobre la religión, Freud se apoya en el nombre de Dios para “salvar al padre” volviéndolo así, al decir de Jacques-Alain Miller, un significante amo. El padre “todo amor” sostiene el Edipo como el sueño de Freud. Pero el reverso de salvar al padre es el aumento de la severidad del superyó y sus intrincadas paradojas.

1. Padre, be pater

Existen distintas versiones del padre como así también modalidades de hacerlo existir, por amor. Pero el amor no se tramita sin la falta. El susurro del espectro de Hamlet, retorna sobre el sujeto como sentimiento de culpabilidad. “El padre, dice Lacan, el Nombre-del-Padre, sostiene la estructura del deseo junto con la de la ley, pero la herencia del padre es su pecado”. Salvar al padre es una de estrategia que vela la falta y mantiene su textura ideal.

Un sujeto en análisis relata el siguiente sueño: “Mi madre entra y me reprende duramente. Miro hacia mi padre, que interviene débilmente a mi favor. Entonces, pego fuertemente con mis manos una de las manos de mi padre y le suplico: ¡Ahora! ¡Hazlo ahora! Be father“. Frente a la madre severa, el sujeto queda sin refugio, sin un sostén paterno. Literalmente, el padre no le “da una mano”, lo deja caer. No obstante, el sujeto se esfuerza por hacer existir al padre. Su sueño expresa su exhortación, a través de la inmixión de lenguas que marca su historia, su búsqueda infructuosa por sostener al padre en falta.

El sueño de Freud que inaugura el Edipo es contemporáneo a la muerte de su propio padre. El sueño dice “se ruega cerrar los ojos” o “se ruega cerrar un ojo”, introduciendo así una ambigüedad: el deber filial de enterrar al padre como así también un pedido de indulgencia. El padre muere, y la falta del padre que cae sobre el sujeto expresa la manera en que ha sido su falta. El padre en falta se vuelve la falta del sujeto que se subjetiva como sentimiento de culpa.

La clínica da innumerables ejemplos: el instante en que se cierra los ojos junto al padre agonizante, el periplo para llegar junto al lecho del enfermo, la palabra no pronunciada, aquella dicha de más, todas ellas modalidades con se lleva el peso del amor al padre y se carga con la culpa. “Emma Zunz”, el cuento de Borges, lo presenta de esta manera: “Emma dejó caer el papel, su primera impresión fue de malestar en el vientre y luego, culpa… la muerte de su padre era la única cosa que había acontecido en el mundo y continuaría aconteciendo sin fin”.

El deber y la culpa quedan del lado de Freud en su sueño, no del lado del padre. De esta manera salva al padre, que queda sin pecado. Pero el Edipo sigue su curso y Lacan examina la trilogía de Sófocles para situarlo “entre dos muertes”: entre el “antes bien, no ser”, muerte simbólica, con que concluye Edipo en Colona, y el destierro con el que Edipo carga su “dolor de existir” y desemboca en su muerte biológica. No solo Edipo no tuvo complejo de Edipo, dice Lacan, sino que “se castiga por una falta que no cometió”.

Si en el duelo incorporamos al padre para ser “tan malvados con nosotros mismos, continúa, es quizás porque tenemos muchos reproches para hacerle a ese padre”. La incorporación del padre edípico, imaginario, es solidaria a la constitución del superyó, fundamento de Dios, “reproche a Dios por haber hecho tan mal las cosas”. De esta manera, en el Seminario 7 Lacan indica que la herencia del padre imaginario es el superyó.

La falta del padre es presentada por Freud a través de un sueño. El padre del soñante está muerto, no obstante, sueña que está vivo y habla con él. No obstante, él “no sabía” que estaba muerto. Freud completa: según su deseo que conlleva tanto la orientación edípica como el deseo de terminar con su “dolor de existir” durante su agonía. No obstante, el “no sabía” del padre, en definitiva, reenvía a la falta del Otro.

Una variación de ese de sueño es el de una paciente obsesiva. Su padre muerto aparece en el sueño y “no sabía” que estaba muerto. Ella sí lo sabe pero no quiere decírselo. El no querer muestra que el velo recae sobre el yo. No se trata ya del no saber inconsciente sino la representación de un no querer decir.

El tercer ejemplo de esta serie lo da el sueño de otra paciente. El padre muere y ella se sorprende de encontrar al padre vivo. Le pregunta entonces cómo es la vida más allá…, dejando en suspenso que es más allá del padre. El padre le responde que eso tendrá que responderlo ella misma. Ante la inexistencia del Otro, la caída del padre ideal, no queda más que la respuesta que pueda dar el sujeto.

2. El sacrificio de Isaac

El sueño de Edipo es relatado a partir de la perspectiva del hijo que se vuelve el héroe que cuenta sus peripecias, su tragedia y se confronta con el padre muerto en busca de producir una elaboración de saber. El padre ideal queda en el centro de esta orientación. En su más allá, aparece la muerte del hijo y el pecado del padre, punto examinado por Lacan tanto a través del sacrificio de Isaac como a través del sueño del padre que vela a su hijo muerto.

Lacan comenta dos cuadros de Caravaggio en su clase sobre los Nombres-del-Padre. En la primera versión del Sacrificio de Isaac aparece el rostro aterrorizado de Isaac ante la decisión de su padre de matarlo. En la segunda, surge un angel que viene a anunciarle a Abraham la decisión de Dios de que no debe matar a su hijo. La perspectiva del sacrificio introduce la vertiente del enigmático deseo del padre, por fuera del Padre todo amor.

Kierkegaard presenta cuatro variaciones de este episodio de la Biblia en Temor y temblor: Dios pone a Abraham a prueba y le dice que ofrezca a Isaac, su único hijo, en holocausto.

En la primera variación cuando Abraham apoya su mano en la cabeza de Isaac para bendecirlo, “la cara de Abraham era de la un padre, dulce era su mirada y su voz persuasiva”. Tenemos aquí la imagen de un padre ideal. Pero Isaac no puede comprender sus palabras de consuelo y suplica por su vida. “Entonces, dice Kierkegaard, Abraham se apartó unos instantes de él y cuando Isaac volvió a contemplar de nuevo el rostro de su padre, lo encontró totalmente cambiado: su mirar se hacía feroz y sus facciones aterradoras. Abraham cogió al hijo por el pecho y le gritó: “¡Imbécil! ¿Crees acaso que soy tu padre? ¡No, no soy tu padre, sólo soy un idólatra! ¿Crees que hago esto obedeciendo un mandato divino? ¡No, lo hago solamente porque me da la real gana y me inunda de placer!”. Aparece la otra cara del padre ideal que indica que lo hace por puro goce. Isaac suplica entonces angustiado: “¡Dios… sé mi padre, ya no tengo ninguno en este mundo!”. Y Abraham, a su vez, se dirige a Dios en agradecimiento, “pues es mil veces mejor que mi hijo me crea un monstruo a que pierda la fe en Ti”.

Por amor a Dios, Abraham está dispuesto a matar a su hijo y presentarse él mismo como un monstruo caprichoso. De esta manera, salva al Padre, al ideal, y lo hace existir. Este amor tiene como reverso el mandato superyoico, el mandato de Dios que Abraham mate a su amado hijo, situando aquí el deseo del Otro, su pecado.

En la segunda variación, al regresar a su casa, desde ese día, “Abraham fue sólo un viejo y nunca pudo olvidar lo que Dios había exigido de él… los ojos del padre se habían nublado para siempre y no vieron ya más la alegría”. El pecado del padre por haber intentado matar a su hijo, su falta, retorna como sentimiento de culpa.

En la tercera variación, Abraham recuerda cómo abandonó a Agar y su hijo en el desierto. Implora luego perdón a Dios por el pecado de haber querido sacrificar a Isaac y “haber olvidado su deber de padre con el hijo… no podía comprender cómo podría ser perdonado. ¿Hay acaso pecado más horrible?”. Así, Abraham se siente un criminal por haber intentado matar a su hijo de acuerdo al deseo de Dios, como antes Eneas lo era él mismo si no salvaba a su padre. Se presenta el implacable circuito que constituye la falta, la culpa y el retorno del tormento. En todo momento, Abraham deja la falta de su lado y salva así al Dios-padre.

La conclusión de este recorrido se presenta en la cuarta variación puesto que Isaac vio que Abraham tomó el cuchillo. “Isaac, en tanto, había perdido la fe. Jamás se oyó ni una sola palabra sobre esto en el mundo. Jamás dijo Isaac nada a nadie sobre lo que había visto. Y Abraham, por su parte, nunca llegó a sospechar siquiera que alguien lo hubiera visto”. Isaac sabe acerca del pecado del padre. Los desesperados esfuerzos de Abraham por salvar al Dios-padre resultan infructuosos: Isaac pierde su fe. No obstante, Isaac también salva al padre, su padre, y nunca nadie supo que lo vio intentar matarlo.

Cuanto más Abraham se siente culpable de su crimen, aumenta tanto más su tormento, “cómo podría ser perdonado…”. Este es el circuito propio del superyó freudiano que ante cada renuncia pulsional aumenta su severidad e intolerancia, exigiendo todavía más renuncias.

La paradoja freudiana de una renuncia sin fin es dilucidada por Lacan cuando indica que el superyó no prohíbe el goce, como dice Freud, sino que empuja al goce. El verdadero imperativo superyoico es ¡Goza! Por eso Lacan llega a hablar, en Radiofonía, de la gula del superyó: todavía un poquito más… El superyó no tiene una función socializante, ni tampoco actúa como la barrera frente a los deseos incestuosos, como pretendía el superyó paterno freudiano. Su funcionamiento evoca tanto la demanda del Otro como el particular superyó materno kleiniano anterior al Edipo.

Jacques-Alain Miller, en El banquete de los analistas, indica que el superyó actúa sobre las pulsiones, llevando a la renuncia del objeto de satisfacción, el objeto a. Inmediatamente el superyó, como mandato de goce, se apropia de ese goce suplementario produciendo un circuito cerrado y un superyó cada vez más poderoso.

Hasta aquí el Ideal del yo queda del lado del significante, mientras que el superyó está más del lado del goce. A partir del Seminario 11 el Ideal del yo se vincula a la identificación primaria, al rasgo unario, al S1, por fuera del Edipo.

En la medida en que Lacan distingue dos valores del S1, como S1–S2 (articulado a la cadena significante) y como S1 solo, fuera-de-sentido, se puede situar que el superyó no sólo incluye al objeto a, sino también a ese S1 insensato, esa pura metonimia de goce que empuja a gozar. Doble polaridad que, como lo señala Elisa Alvarenga, permite examinar el tratamiento de la culpa en algunas de las patologías contemporáneas.

3. El reverso del amor al padre

Un padre vela a su hijo muerto. Mientras el sueño introduce una pausa a su pesar, sueña con su hijo muerto que se levanta y le susurra este reproche: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”. Resto diurno, deseo de ver a su hijo vivo que, al despertar, vuelve a perderlo como Eurídice muerta dos veces. En definitiva, dice Freud, “Estas palabras proceden de otra ocasión que no conocemos, pero que fue rica en afectos”. Aquí, nuevamente, Freud salva al padre y evoca quedamente esta ocasión sin ir más allá del dolor irremediable frente a la muerte de un hijo.

Una variación del sueño la encontramos en un relato de Macedonio Fernández. Un niño camina con su padre junto al mar. Sorpresivamente, cae al agua. El padre se lanza a su vez e intenta sujetarlo. Pero, “poco nadador y molesto por la ropa, pronto está extenuado y húndese, se ahoga y suelta los cabellos del niño. Perecen los dos”. Se pregunta entonces el narrador: “Nunca sucederá, en el minuto inmediato y en todo el futuro, que ese niño logre comunicarse al padre, decirle: Padre mío, ¿cómo es que me soltaste de la mano? ¿Es que ya no me querías? Y el padre le diga: Yo morí antes que tú y mi mano muerta te soltó… Cesar eternamente la personalidad del padre sin poder decir al hijo que no esté en el horror de creer que su padre lo dejó morir, qué tormento en el padre, qué desmayo en el hijo de toda fe en el padre. No lo puedo creer”.

Lacan puntúa el secreto compartido entre el padre y el niño del sueño que se expresa en la frase “¿no ves?”. Secreto compartido sobre la falta del padre, que fuera compartido también por Isaac y Abraham, o en el relato literario experimentado como la impotencia –salvar al hijo– vuelta la vestidura de lo imposible –su mano muerta lo soltó–.

El secreto del padre, la verdad de su amor, dice Miller, es su castración. El amor al padre vela esa falta pero en contrapartida se experimenta el empuje del superyó. El yo espera ser amado por el superyó como recompensa por el sacrificio de la pulsión, dice Freud. Pero, al salvar al padre, paradójicamente, se aumenta la severidad del superyó que se nutre de goce. De esta manera se vuelven el reverso uno de otro.

Jacques-Alain Miller indica que el padre freudiano logra darle una vestimenta a la entropía de goce puesto que el goce sólo se mantiene de una pérdida que le es imputada al padre.

El pasaje del mito edípico a la estructura permite separar el Edipo de la castración. El padre no es ya el soporte de la prohibición sino que el goce está prohibido a quien habla. Y esto más allá del padre.

En “Tótem y tabú”, el padre muerto ya no es un padre ideal o simbólico; equivale al goce. El padre muerto es un lugar en el cual se inscribe el goce de todas las mujeres. Lleva consigo, para siempre, el goce que falta, goce que es imposible: es imposible gozar de todas las mujeres. El imposible es situado del lado del padre gozador, y es un elemento de la estructura. Esta excepción funda el universal de todos los sujetos sometidos igualmente a la castración. Pero la excepción singular debe estar encarnada por un padre vivo que haga de una mujer la causa de su deseo. Es un padre que puede confrontarse con el goce femenino, con el goce del Otro. Ya no se trata de un padre muerto, sino de un padre vivo que incluye el goce.

Esta perspectiva se contrapone al padre ideal. Del lado masculino, salvar al padre no toma en cuenta la dimensión de lo femenino, sino que queda inmerso en la dialéctica fálica. En cambio, del lado femenino, el amor al padre se alimenta de la demanda de amor que en sí misma puede volverse un objeto de goce en tanto que involucra un goce no fálico. El no todo femenino hace que ninguna respuesta alcance. De esta manera, se pone en funcionamiento la demanda de amor y entra en homeostasis con el goce femenino.

El goce femenino supone un amor dirigido al padre que no es ya un padre de la realidad. El amor al padre, dice Eric Laurent, se vuelve un goce que relanza la cuestión del amor y el goce. Es la figura que garantiza el relanzamiento del goce.

Así, el padre no puede funcionar sólo como un límite, no se parte ya del padre muerto universal sino de aquel que encarna un deseo vivo, posibilitando así la inscripción de un goce contingente.

Salvar al padre supone la maquinaria insensata del empuje superyoico de goce. La verdadera confrontación del más allá del padre no es la muerte del padre ni el sacrificio del hijo, sino la constatación de que el Otro no existe.

Un mundo sin Otro no es un mundo sin padre, es un mundo en el que se accede subjetivamente a un más allá del amor al padre y del esfuerzo por salvar su prestigio ideal. Resta el tratamiento particular del goce que se desprende de la mitigación del imperativo del superyó, y, uno por uno, tal vez, una nueva manera de amar.

Buenos Aires, 3 de mayo de 2006

Publicado en Ornicar? Digital.