II. La población civil bajo el impacto de la guerra

Uno de los nuevos rostros de la modernidad es el llamado “síndrome”. La exigencia de nuestra civilización no se restringe a reiteradas renuncias pulsionales en vistas al desarrollo de la cultura, sino que también espera que los hombres encuentren rápidamente conductas adaptadas al terror que ella genera. Para ello, siguiendo los lineamientos del discurso de la ciencia, se standariza un universal que reúne las respuestas esperadas frente a situaciones extremas.

Si existe una respuesta-tipo, llamada síndrome, se pueden construir instrumentos de decodificación de un real imposible de inscribir completamente en lo simbólico. Se hurtan así las diferencias, aquello que hace que cada individuo sea único -es imposible tomar el relevo de una subjetividad a la manera de un nuevo combatiente que toma el puesto del soldado herido-. Se trama una serie de síntomas que presentan comúnmente los que franquearon cierto umbral del horror y se los aglutina en un síndrome-tipo.

Los artículos de Glover y de sus contemporáneos, publicados durante y después de la Segunda Guerra Mundial, acerca del impacto sobre la población civil de los ataques aéreos que padeció Londres, dan cuenta de que las repuestas son siempre singulares y dependen tanto de la estructura psíquica del sujeto en cuestión, como de la particularidad de su historia y del “encuentro” azaroso que a veces modifica radicalmente una existencia. Las medidas psiquiátricas de prevención en esos tiempos apuntaban sobre todo a evitar las epidemias de pánico.

Cada sujeto es un laberinto único pero forma parte de una comunidad con la que debe realizar un cálculo colectivo. La confrontación brutal con la muerte deja su rastro, y sin lugar a dudas es una exigencia que va más allá de lo estipulado en el acuerdo comunitario.

Observaciones sobre “síndromes” particulares

Presentaremos varias de las respuestas-tipo, que se multiplican vertiginosamente en la medida en que las formas de violencia varían y se sutilizan: el “síndrome del campo de concentración” (que restringiremos en nuestro análisis al nazismo 1933-45), el “síndrome del sobreviviente”, el “síndrome de culpabilidad”, el “sindrome nuclear”, el “síndrome de Estocolmo”. Esta secuencia no pretende erigirse en una serie homogénea y establecen entre ellas relaciones de superposición y de englobamiento género-especie. Los acontecimientos que los generaron pertenecen a contextos políticos y sociales muy diferentes.

Luego de la creación del cuadro “Post-Traumatic Stress Disorder” en 1976, incluido en el DSM III, al que ya hicimos alusión anteriormente, se creó la revista Journal of Traumatic Stress en 1988, publicada en New York, que constituye un nuevo bestiario de la guerra moderna: excede los enfrentamientos bélicos por lo que se vuelve una guerra civil presentada de diversas maneras. La violencia actual, la destructividad que Freud distinguía de la agresividad, forma parte de nuestra vida cotidiana. Las publicaciones que aparecieron en las últimas décadas dan cuenta de la vorágine actual que conlleva a un doble movimiento: universalizar el horror en cuadros homogéneos, en vistas de una pseudo-ciencia, pero, al mismo tiempo, desde otra perspectiva radicalmente diferente, agujerear el todo en busca de lo particular en cada sujeto.

Quisiera enfatizar que el análisis que llevaré a cabo en esta ocasión corresponde exclusivamente a la crítica desde el psicoanálisis del cuadro PTSD. No entraré en un análisis de los síndromes incluidos en este cuadro que tenga en cuenta a la teoría social o a los estudios culturales.

A pesar de las tesis revisionistas que intentan extirpar una parte de la historia en provecho de ideales personales, los campos de concentración fueron creados en 1933 por los nazis.

No me detendré en el relato de las terribles condiciones de vida de los campos de concentración, ni tampoco en el dolor de existir cotidiano de aquellos que sobrevivían a la selección de llegada. Quisiera retomar la manera particular en que son analizados los trastornos psíquicos de los sobrevivientes.

Tres años después del final de la guerra, Richet describe el “síndrome del campo de concentrción” (Konzentrationsläger Syndrome o “KL syndrome”) que aparece meses o años después de la liberación del deportado, una vez que el sujeto pudo recuperarse físicamente. Es descrito como “un estado crónico de invalidez mental y físico constituido por síntomas asténicos y vegetativos, de desórdenes emocionales y del humor, con una reducción intelectual progresiva”, e incorporado luego en el cuadro de PTSD. La etiología de este síndrome, producido en los deportados no raciales, es sorprendente en su explicación. Eitinger y Ström publican los resultados de sus estudios en 1968 e indican que es resultado de la denutrición.

Si seguimos el curso de esta orientación podemos constatar que sólo los judíos padecieron trastornos psíquicos, y que los otros deportados, indemnes al dolor de existir, tuvieron secuelas físicas. El testimonio de Marguerite Duras, en La Douleur, al relatar el retorno de su marido, deportado a causa de su participación en la Resistencia francesa, parece ir en otro sentido. Testimonio que, por otra parte, no constituye una excepción: por el contrario.

Para los judíos que sobrevivieron a los campos de concentración fueron descritos tres síndromes: el “síndrome del sobreviviente” y el “síndrome de culpabilidad” (descritos por Niederland), y el “síndrome de persecución” (descrito por Lederer). Todos forman parte del PTSD.

Estos síndromes son el resultado de un traumatismo psíquico debido al enfrentamiento con la muerte, bajo las múltiples formas que el campo de concentración permite imaginar. Son descritos como: “un estado crónico de tensión con hipervigilancia, irritabilidad, hiperactividad, nerviosidad, miedos, insomnio, pesadillas, recuerdos recurrentes del período de persecución, síntomas difusos de ansiedad, depresión, quejas somáticas de cefaleas, fatiga, sudor, vértigo y aislamiento social”. Para Niederland este síndrome es consecuencia de la culpabilidad por haber sobrevivido cuando los parientes murieron durante el holocausto nazi. El período de latencia entre el final de la deportación y la aparición de los trastornos son explicados por la esperanza, que persiste durante un tiempo, de reencontrar los seres queridos.

En cuanto a la experiencia particular en el campo, no a sus fenómenos restitutivos, diversos autores (Bettelheim (1960); y Bideran y Wind (1968)) describieron el predominio de lo que denominaron “síndrome de despersonalización”: estupor y terror al comienzo de la internación. Luego aparece la culpa, la depresión y la apatía, que puede llegar al extremo de los denominados “Mussulmans”, que pierden el deseo de vivir y simplemente se dejan morir. El síndrome aparece luego de la liberación.

Mientras que la guerra de Vietnam dividía a la población americana, en filigrana, la IPA publica en 1968 una serie de artículos en relación a los sobrevivientes, y a los hijos de los sobrevivientes, del holocausto nazi. Ningún trazo de esa guerra, por los motivos antes señalados, figura en la literatura analítica. En cambio, en el apogeo del combate, surgen estas reflexiones sobre los sobrevivientes, modalidad elíptica -que guarda una distancia abismal- de reflexionar sobre sus propios sobrevivientes de la rotación anual en el frente de batalla.

Si bien en la IPA existe un acuerdo global sobre los síntomas que forman parte de este síndrome, la explicación dinámica de su aparición difiere en los autores que forman parte de la Internacional. Un solo síndrome da cuenta del eclecticismo americano en el que todas la explicaciones son posibles y coexisten sin perturbarse unas a otras.

La prevalencia de la Ego-Psychology explica los trastornos posteriores como el efecto de la trilogía privación-frustración-regresión. Niederland considera que la prolongada frustración oral en los campos de concentración (vertiente analítica del “efecto-de-desnutrición” danés) produce en el ego infantil, que experimenta una gran furia y frustación por las necesidades orales insatisfechas, un sentimiento de culpabilidad en relación a su privación oral y a sus afrentas narcisistas. La regresión oral incrementa el sentimiento de culpabilidad debido a la incorporación de fantasías sádicas orales y a la ambivalencia inconciente hacia los padres que no lograron protegerlo de la persecución. La agresión intensificada por la regresión se vuelve contra el propio yo, y aumenta la culpa. Para Niederland -como para muchos otros autores americanos- prevalece la concepción de una regresión a una fase pregenital.

El stress (Winnik), de moda en la actualidad, es incluido en la etiopatogenia. También es acentuada la pertubación del ego y la aparición de componentes masoquistas (Hoppe, Jaffe). Otra vertiente de análisis, por ejemplo la de Bruno Bettelheim, acentúa la identificación con el agresor, mecanismo de defensa propuesto por Anna Freud.

A partir de su experiencia personal, Bettelheim intenta mostrar las maneras en las que el deportado trata de proteger su identidad. El esfuerzo de toda su vida por encontrar maniobras de recomposición, en particulr en su análisis de niños autistas, no lograron protegerlo de la muerte. Su suicidio, por asfixia, pone en escena una de las muertes posibles que evitó en los campos de la muerte.

En todo caso, para algunos autores dos elementos aparecen claramente: el efecto devastador de la confrontación continua con la muerte y los fenómenos restitutivos. El segundo elemento es tratado en la IPA en términos de perturbación yoica por falta de operatividad de una defensa adecuada (Kijac y Funtowicz, 1982): fallaría un mecanismo de adaptación eficaz. La adaptación precaria lograda en el campo se derrumba una vez liberado el prisionero, y produce la aparición del síndrome que pone de manifiesto la división del ego.

Antes de analizar las perturbaciones que produjeron los campos de concentración en los sobrevivientes, quisiera detenerme en dos testimonios. El primero, un paciente entrevistado por Fink, quien intenta analizar el trastorno del sujeto en términos de la teoría del desarrollo de la identidad de Erikson; el segundo, de Wind, intenta describir el estado psíquico de los deportados. Los dos artículos fueron publicado en la I.J.P. Nº 49 (1968).

Joseph fue entrevistado por Fink para una evaluación psiquiátrica en vistas de una compensación financiera por parte del gobierno alemán. Joseph tenía 10 años cuando las tropas alemanas invadieron Polonia. Durante cuatro años vivió en el guetho y luego fue deportado a un campo de concentración. ¿Cuál es el recuerdo central de ese período? Al llegar al campo comenzaron a formarse los dos grupos, el de trabajo y el de exterminio. El niño, frente al oficial, se esforzó por parecer fuerte y saludable, el doctor pareció divertido ante su esfuerzo, y luego de una observación irónica lo envió a trabajar. Joseph se interrupe en este punto del relato, por primera y única vez en el transcurso de esas entrevistas, mira a Fink y le pregunta: “¿Puede entender realmente eso?”. Retendremos su pregunta.

El segundo testimonio es el de Wind, en su artículo “The Confrotation with Death”. Parte de poner en primer plano el efecto traumático de la presencia continua e ininterrumpida de la muerte. Luego de sobrevivir al envío inmediato a la cámara de gas, el deportado queda en una especie de estado onírico en el que retornan recuerdos cruciales de su vida, de allí el frecuente olvido de lo sucedido durante los primeros días. Compara esta situación a la descripción de Pfister de los escaladores que en el momento de la caída de la montaña pierden contacto con el accidente real y quedan sumergidos en recuerdos traumáticos de la infancia. Lo que sucede en la caída en el campo de concentración es un estado de perpetuación del presente, una perturbación temporal en la que tanto el pasado como el futuro se devanece. Este estado forma parte ya de la recomposición del sujeto luego del derrumbe inicial. Señala su desacuerdo con Bettelheim: más que una identificación con el agresor, los prisioneros intentan imitar ciertas actitudes pasivas de los S.S. Sus sugerencias terapéuticas siguen la orientación de una recomposición del ego. Pero lo que resulta interesante es su esfuerzo por indicar qué es lo viene a llenar “the break in the life-line”, el corte en la continuidad de la existencia.

Los múltiples testimonios nos conducen a una explicación analítica general en la que se incluye en cada oportunidad una pregunta singular.

La deportación, el enfrentamiento con las cámaras de gas, el campo de concentración producen un derrumbe de las coordenadas simbólicas con las que cuenta el sujeto, y una dislocación de lo imaginario. El orden del mundo se desvanece por una caída brutal de la escena del fantasma. Lo que prevalece son las formas de retorno de lo real del goce, sus formas restitutivas. De eso depende el futuro -que subjetivamente se desvanece- y sus posibilidades de supervivencia.

Luego de la salida del campo de concentración, el llamado “síndrome de culpabilidad” da cuenta de cómo la deslocalización del goce, a causa de la conmoción simbólica, produce su retorno como una falta distanciada de la ley universal. La falta del Otro retorna como sentimientos de culpabilidad que no pueden ser pacificados por una metabolización simbólica.

La pregunta por el deseo del Otro se traduce en lo que Lacan llama el “odio de Dios por la criatura”, pilar del superyó. De allí lo paradójico del encuentro de Joseph: pone en escena un “¿qué “me” quiere?” La obturación de la pregunta por el deseo del Otro en un “quiere mi mal, mi muerte, lo peor, es más, la agonía de la segunda muerte”, deja al sujeto en un estado de perplejidad. Entre estos “muertos vivientes”, algunos alcanzan a estructurar un nuevo orden del mundo, provisorio, que les permite seguir viviendo. Lo particular de cada sujeto se encuentra en la organización subjetiva que antecede a la deportación, que da su matiz singular al cómo enfrentarse a la muerte y al dolor de existir.

La Segunda Guerra Mundial nos enseñó otra cara completamente diferente del sufrimiento. Tiene dos nombres: Hiroshima y Nagasaki, blanco de los bombardeos nucleares del 6 y del 9 de agosto de 1945.

A falta de hacer serie, puesto que estas ciudades la inauguraban, las víctimas no tenían noción del peligro nuclear, ignoraban que acababan de ser bombardeados con una bomba atómica. Es por ello que los efectos mórbidos y mortales de la radiación descubiertos en los días siguientes fueron interpretados como una epidemia.

Ambas ciudades poseían industrias de armamentos, pero hasta entonces no habían sido bombardeadas, de allí que se esperaba un ataque de un momento al otro. Una parte de sus habitantes había sido evacuada al campo (viejos, niños y la población inactiva), y muchos de sus trabajadores buscaban refugio cada noche en los alrededores. Las autoridades no creían que pudieran ser atacados durante el día.

La presencia de un avión solitario en el cielo de Hiroshima no fue interpretado como un peligro inmediato. La bomba atómica produjo de golpe un gran número de muertos, heridos, quemados, y desencadenó la reacción que llamaron “conmoción-inhibición-estupor”, característica de las catástrofes, en la que predomina la sopresa y el estado de shock.

Este Alien moderno conmovió a los médicos que se enfrentaban a trastornos inquietantes y desconocidos hasta entonces. A la respuesta-tipo, que acabamos de describir, se contraponen las respuestas individuales al impacto nuclear de quienes intentan ayudar a otros heridos, mantener el mínimo de orden, o simplemente buscar a sus seres queridos.

Desde entonces, otros accidentes nucleares, no provocados, se produjeron en distintos lugares del mundo: el 2 de mayo de 1962, en el centro de experimentación atómico francés de In’amguel, en el Sahara, sobrevino un incidente que produjo un peligro de radiación; el 29 de marzo de 1979 se produjo el primer accidente de una central nuclear en Three Mile Island, en los E.E.U.U.; el segundo es el del 28 de abril de 1986: estallaron dos reactores atómicos de la central de Tchernobyl en la Unión Soviética y produjo una emisión atmosférica de materias radioactivas, numerosos muertos y miles de evacuados por tiempo indeterminado de sus lugares de origen.

En medio de la emergencia de otras guerras -“guerra fría”, “guerra de las galaxias”-, resulta insuficiente el recurso a la explicación kleiniana de la regresión de la fase depresiva y la movilización de defensas equizo-paranoides propuesta por Hanna Segal en 1987 para explicar el origen de la guerra. Medio siglo de esquemas kleinianos no lograron desbaratar el prêt-à-porter de una explicación imaginaria del psiquismo que se extiende a un universal de las relaciones entre los hombres.

Es casi un acuerdo generalizado: los rehenes son el producto de los mass-media en el mercado. Nos limitaremos al análisis particular de casos tratados por la literatura americana. Varios tipos de secuestros fueron estudiados en los últimos tiempos por los psiquiatras americanos: perpetuado por terroristas con una motivación política, por delincuentes tomados por sopresa, por prisioneros sublevados y por enfermos mentales. Estos estudios incluyen, por ejemplo, la evolución de los niños víctimas de los atentados.

En los años 70 surgió un nuevo síndrome, el de “Estocolmo”, caracterizado por una empatía paradójica de los rehenes hacia sus secuestradores. Ochberg acentúa tres sentimientos: positivo hacia sus secuestradores, negativo hacia los representantes de la ley, y positivo de los secuestradores hacia sus víctimas. Para que este estado de cosas se produzca es necesario que el secuestro se realice sin violencia física, sin premeditación, por un individuo o grupo cuyo comportamiento puede ser racionalizado.

Un punto clave en esta cuestión es la negociación: ¿a qué precio? ¿en qué condiciones? De acuerdo a la orientación implicada al postular el síndrome, la conducta posible en tales circunstancias estipula reglas especificas de negociación sin tomar en cuenta lo que dicen los rehenes -quienes pueden estar bajo el yugo de la acción de este síndrome-.

Tres fases preceden su constitución: primero está la amenaza física que apunta a neutralizar al rehén con el intenso choc que produce sobre el sujeto; luego, la víctima es aislada, privada de su libertad, cosificada, en dependencia completa de sus raptores -en esta fase la descripción indica una “pérdida de la identidad” que depende de la personalidad anterior del sujeto en cuestión-; finalmente viene el desenlace de las negociaciones con las autoridades. Durante el período de aislamiento se producen intercambios entre los rehenes y los secuestradores que tienen efectos sobre los dos individuos en cuestión. Es por eso que cuando se trata de utilizar a la víctima como un verdadero instrumento de extorsión se la mantiene completamente aislada, con la cabeza tapada (para evitar cruces de miradas) y en silencio absoluto, para que no surjan sentimientos de piedad que impidan matar al rehén.

La concepción de la psiquiatría americana es que frente al estado de abandono absoluto, en total aislamiento y dependencia vital, las víctimas tienden a identificarse con sus secuestradores.

Es verdad que un cambio radical se produce en el rehén. Pero debemos determinar cuál. Para ello, retomaremos algunos de los casos estudiados que llevaron a plantear el “síndrome de Estocolmo”.

El jueves 23 de agosto de 1973 la tranquilidad del banco de Crédito Suizo de Estocolmo se vio afectado por un asalto y posterior toma de rehenes que cobró notoriedad por el comportamiento particular de las víctimas. Los rehenes temían más la intervención de la policía que la de los ladrones. Todo esto fue televisado: en una entrevista telefónica, una de las empleadas secuestradas criticaba en directo la acción de la policía; otro afirmaba que los ladrones los protegían de la policía.

Los rehenes fueron retenidos durante cinco días; los dos ladrones y los cuatro rehenes quedaron aislados del mundo exterior, sin comida ni bebidas durante los tres primeros días. Las reivindicaciones fueron variando con el tiempo. Pero el secuestro terminó con una rendición que tenía la siguiente particularidad: los rehenes exigieron salir primero para asegurarse que sus raptores no fuesen asesinados. A continuación, las víctimas se negaron a testimoniar en su contra, no sentían ningún resentimiento hacia ellos, antes bien una cierta gratitud por haberlos dejado con vida. Una de las rehenes se divorció para casarse con uno de los raptores, y todas las víctimas sigueron visitando a sus raptores durante el período que permanecieron en prisión.

Esta narración realizada en 1988 por Biot y Bornstein, quienes retoman el relato de otros autores, sumistra el marco adecuado para la presentación del síndrome, salvo por una cuestión. Diez años antes Ochberg precisa que Christine (una de las rehenes) y Olsson (uno de los delincuentes) mantuvieron relaciones sexuales en el interior de la caja fuerte durante el secuestro. Este elemento es capital. Algo del goce de Christine y de Olsson se precipitó en esas circunstancias particulares, y puso en juego un elemento clave de su fantasma. El matrimonio posterior no es el efecto del abandono y la dependencia, sino la consecuencia de aquello que fue conmovido en lo más profundo de su intimidad. Los otros rehenes quedaron capturados por la “epidemia histérica” despertada por Christine. Después de todo, cada uno de nosotros somos “rehenes” de nuestros deseos y de las distintas estrategias por alojar al goce.

El caso princeps que sirve como modelo del síndrome resulta inoperante para explicarlo. Por lo menos el síndrome -aunque existiera- no merece ya llamarse de “Estocolmo”. Recurramos al segundo caso.

El 2 de diciembre de 1975 siete terroristas del grupo “Free South Moluccan Youth Mouvment” capturaron un tren en Amsterdam con 72 rehenes, que luego se redujeron a 23. Durante el trancurso de las negociaciones dos rehenes fueron asesinados. Gerard Vaders, el tercer rehén elegido para ser ejecutado, antes de la puesta en acto de la ejecución programada, le pidió a otro rehén que transmitiera un mensaje a su familia, dadas las dificultades que vivía junto a su esposa en esa época. Después de escuchar esa declaración decidieron no matarlo, argumentando que podían matar a otros, y a partir de ese momento ya no lo aislaron de los otros rehenes. La explicación standard de esta situación es que Vaders se volvió humano frente a sus secuestradores, ya no un símbolo político, y por eso no lo mataron. Luego de la liberación, Vaders sufrió una enfermedad grave, se separó de la mujer y escribió artículos críticos contra el gobierno. Esta conducta fue analizada en términos del “síndrome de Estocolmo”. Detengámonos en el relato de Ochberg, quien entrevistó a Vaders en 1978.

El comienzo de su relato es bastante particular. Parte de su sentimiento de culpabilidad en relación a la guerra y a los riesgos, que a diferencia de él, padeció su hermana en el campo de concentración de Dachau. En el tren, Vaders, periodista, decidió tomar el riesgo de ponerse a escribir acerca de lo que iba sucediendo. En ese momento se sentía tranquilo, incluso más de lo habitual, y conservaba el sentido del humor. Cuando descubrieron lo que hacía, los secuestradores le ataron las manos en la espalda y lo separaron de los otros.

Entretanto, escuchaba cómo planeaban matar a los rehenes. La segunda noche lo volvieron a atar mientras que uno de ellos le decía: “Llegó tu hora. Dí tus oraciones”. Había sido elegido como la tercera víctima. En ese momento algo sucede en Vaders. Su primer impulso fue tratar de entrar en razones con sus raptores, pero lo desechó pues temía fortalecer su decisión. Luego pensó en escapar, empresa inútil, puesto que no iba a tener suficiente tiempo para desatarse y escapar antes de que lo mataran. Se resignó a su suerte, a su muerte, y comenzó a hacer un balance de su vida: “Tengo 50 años. No tuve una mala vida. No soy feliz con mi esposa, pero me siento satisfecho. Hice todo lo que hace humana a una vida”. Ochberg le preguntó qué sintió cuando no lo mataron. Vaders no podía creer que fuera real que no fueran a hacerlo, sentía el impulso de decirles: “Dejen partir a ese hombre y déjenme ir en su lugar”. Ante la insistencia de Ochberg, agrega, con tristeza, “Me sentí, me siento, culpable”.

A partir del momento en que decidieron no matarlo, a pesar de que sabía que eran unos asesinos, sintió compasión por esos hombres que llegaron como dioses y que al final se sentían deseperados, con la impotente impresión de que todo eso fue en vano.

De las tres reacciones del “síndrome de Estocolmo”, en este caso es señalado el de la hostilidad hacia el gobierno como identifficación con el agresor. La consecuencia que se desprende de ello es que si los rehenes dicen algo en contra de quienes lo rescataron de sus captores, sólo va a ser posible porque padecen del síndrome de Estocolmo y no porque respondan a una ideología que les es propia (incluso anterior a la captura misma). En todo caso, las críticas de Vaders no se dirigían al hecho de que lo hubieran liberado. No sabemos cuáles eran sus razones para criticar al gobierno. Los artículos sobre Vaders, vaciando prolijamente todo lo particular, se ocupan de diluir dicha información. Pero lo que sí podemos constatar, gracias el relato de Ochberg, es que algo crucial sucedió en el tren en el momento que antecede a su ejecución, un cambio radical de posición subjetiva, que produjo una modificación en su discurso y un cambio en el otro. Su resignación frente a la muerte, su sentimiento de culpabilidad asociado a su historia, en la que entrelíneas aparece una hermana en el campo de concentración de Dachau, permiten conjeturar que este encuentro con la muerte operó a la manera del “guerrero aplicado” de Paulham, que no es un síndrome-standard sino que responde a su singularidad.

El stress fisiológico de las víctimas, encuadrado en el “Síndrome General de Adaptación” (GAS), y considerado como el eje de estos cuadros, no es más que un subterfugio organicista para explicar cómo un sujeto se enfrenta a una situación de peligro. Aún en el miedo que forma parte de un síntoma, como por ejemplo la fobia, en el que pueden encontrarse elementos imaginarios, el peligro es real. Pero el real en cuestión es el del goce, que a veces se cruza con fenómenos que suceden en la realidad y puede llevar a una metamorfosis de la propia existencia.

Ética y civilización

¿Se puede confiar en la civilización? Freud apostaba por el desarrollo de la cultura. Pero no era ingenuo. Sabía que la idea de progreso es relativa y se corresponde íntimamente con la destrucción, testimonio de la vacilación de la función pulsional. La pregunta se invierte. ¿Logrará la civilización preservarse de la autodestrucción? ¿Qué nuevas incertidumbres nos depara el discurso de la ciencia?

Algunos psicoanalistas se dicen pesimistas más que pacifistas. No se trata de alimentar un humanismo ficticio o de rumiar la desgracia del reino de este mundo. Antes bien se trata de producir una ética, que no se confunde con la moral, que enfrenta al sujeto a una elección que toca su ser.

El psicoanálisis no alimenta el misticismo, tampoco propone una hermandad entre los hombres para paliar el malestar en la civilización. Pero así como los mandamientos son la fuente del deseo, la ética es el recurso para que el deseo encuentre su camino y ordene al goce que genera la intolerancia frente a cualquier otro goce (una de las vertientes que conducen al racismo). Se impone una elección frente al goce del sujeto que conjuga la libido y el tánatos freudianos, frente a lo peor que se aloja en nuestro interior. Esto hace que Freud evoque, ante el fanatismo de los pueblos, al sabio que se retira de la escena del mundo cuando le faltan las palabras.

Entre lo mejor, un nuevo fénix que renace de las cenizas de los infortunios de Job, y lo peor, holocausto de la cultura, penumbra eterna en la noche del silencio, en su cíclico progreso y retroceso, existe una ética con la que la civilización trama su destino.

A modo de apólogo, podemos retomar el final de la historia del guerrero y la cautiva de Jorge Luis Borges: “Mil trecientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulf. Los dos, ahora, son igualmente irrecuperables. La figura del bárbaro que abrazó la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicos. Sin embargo a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímputo más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El verso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales”.

Esta historia devela, para Starobinsky, el equilibrio precario en la oposición entre la civilización y la barbarie. Lejos de negar la civilización, acentúa el equilibrio inestable, su enlace con el revés de la historia.

En el momento preciso en que los personajes borgeanos deben franquear el borde que los conduce a un cambio en su existencia, ambos descubren un “ímpetu secreto” inefable. Impetu que los conduce a una elección que no “hubieran sabido justificar”, a un acto que transforma radicalmente su posición frente al Otro.

La ética del psicoanálisis, que Lacan nos transmitió como un “bien decir”, desarraiga del horizonte la pasión de jutificación del neurótico o el deslizamiento infinito del sujeto entre las palabras, y permite la emergencia de ese acto frente al malestar que concierne a lo más íntimo del propio ser. En este pasaje es invocado un saber que conjuga lo más singular con el universal y transforma toda historia en una nueva historia.

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