El psicoanálisis frente al control de la infancia

Los niños, “objetos de pasión”, son también objetos de control a través de las distintas modalidades en las que se incluyen los empeños clasificatorios, la evaluación, la medicación generalizada, y de tratamientos standarizados que se desentienden de las particularidades de cada sujeto. Se busca diluir aquello que vuelve único a cada niño en criterios universales acerca de lo normal y de lo patológico, produciendo así, inevitablemente, efectos de segregación que inciden en los niños y en la relación con sus pares.

Podemos preguntarlos qué lugar ocupa el niño en el mundo actual y cómo evitar que queden a solas con su experiencia vital de sufrimiento o de desamparo.

En una conferencia dictada en el IV Congreso Internacional de Investigación y práctica profesional en la Facultad de Psicología de la UBA (2013), titulada “El psicoanálisis frente a la crisis del control de la infancia”, Eric Laurent planteaba que la infancia está contaminada por el individualismo contemporáneo. Las dificultades que experimentan los padres en su inserción en la vida cotidiana repercute sobre sus hijos. Padres y madres en el mundo actual trabajan, se ocupan de sus hogares, de los avatares y contratiempos que conllevan el día a día. Y, al hacerlo, pasan menos tiempo con sus hijos. A eso se suma la maternidad tardía que hace que los abuelos sean más viejos, y el control de la natalidad que disminuye el número de hermanos. Todo esto lleva a que la soledad que padecen los adultos retorne sobre los niños y los adolescentes que se vuelven ellos mismos cada vez más solitarios. Los niños pasan a solas cada vez más tiempo frente a los televisores, los chat de los celulares, el internet de sus computadoras. De allí su afirmación que las pantallas miran a la infancia, cuidan a los niños y generan una dependencia hacia ellas.

Pero la soledad no es solo el efecto de la tecnología o de los cambios sociales sino que en un punto de intimidad todos siempre estamos a solas. El lazo con los otros permite alojar esta soledad que resulta de la posición única de cada uno. De allí la importancia que reviste que en los distintos ámbitos en los que el niño pasa su infancia exista la posibilidad de que ellos puedan ser escuchados, acompañados y eventualmente orientarlos frente a las preguntas, inquietudes y padecimientos que puedan afectarlos.

1. El niño y su familia

Los conceptos de infancia y de familia no son estáticos. No surgieron de una vez y para siempre, para permanecer idénticos a sí mismos, sino que fueron evolucionando y desarrollándose a lo largo de los siglos. La familia contemporánea, según Phillipe Ariès, nace en el siglo XVII. Hasta entonces todos los que vivían bajo un mismo techo eran una familia. El padre era el organizador central. El niño era considerado un compañero natural del adulto, un pequeño al que había que esperar que creciera para enseñarle aquello que era necesario para incluirse en los ideales familiares. Se lo podía considerar como un aprendiz o una ayudante El concepto de niño emerge junto con la noción de educación en tanto modifica al conjunto de la sociedad, funda el orden familiar moderno y establece nuevas modalidades de lazos sociales a su alrededor.

Durante la Edad Media no existía la idea de la infancia como diferenciada del resto de sus congéneres. Se lo situaba entre el nacimiento y los cuatro años. Si sobrevivía esa delicada época, se mezclaba con el mundo de los adultos y comenzaba el aprendizaje de sus tareas en el oficio elegido.

Los programas de enseñanza comienzan a dividir las edades durante el siglo XIV y XV. Por ese entonces, la noción de familia se establece a partir del criterio de vivir bajo un mismo techo con un mismo jefe. En ese sentido, no se trata ya de padres e hijos, sino también de aquellos que viven en el mismo lugar. La conservación del patrimonio y el intercambio de bienes rigen la estructura social.

La consanguinidad se añade a la co-residencia en el siglo XIX con la definición de la familia como la célula básica de la sociedad. El Estado comienza a incluirse en la regulación de la familia y deja de ser entonces un asunto puramente privado. Encontramos entonces los contratos de matrimonio o de concubinato; los derechos y deberes del marido, la mujer y los hijos; la autoridad de los padre; la posibilidad de divorcio; las reglas de adopción y de tenencia de los niños; la permisión o prohibición de la contracepción y el aborto; y las nuevas leyes y reglamentaciones que conciernen a la reproducción asistida.

Se trata de la época del esplendor del padre ordenador de la estructura familiar. Tanto en el siglo XIX como en el XX, el matrimonio era el elemento central de la organización de la familia y se jerarquizaba la alianza. Pero los tiempos han cambiado y ni el padre ni el matrimonio siguen siendo el eje familiar en nuestro mundo actual. La caída de la figura del padre es contemporánea al estallido de la idea de familia y al ordenamiento diferente a partir de las familias ampliadas, monoparentales y las nuevas configuraciones familiares que introduce el matrimonio igualitario.

La socióloga Marcela Iacubo considera que el orden familiar es una combinación de elementos que intervienen de distintas maneras, ellos son: el matrimonio, la voluntad, los cuerpos, los líquidos corporales y el vivir juntos.

Marcela Iacubo plantea que el organizador del sistema del siglo XXI es el vientre materno, puesto que para la mayoría de las legislaciones la madre es la que pasa por el parto. Pero este planteo se confronta con la particularidad del estallido de la noción de madre dado que existen las madre genéticas, que son las que aportan el óvulo, las madres gestadoras, las que aportan el vientre, y también están las madres sociales que son las que pueden adoptar el embrión o el bebé recién nacido. Así se producen discusiones éticas en el momento de dictaminar quién es la madre en caso de que haya un juicio. La mayoría de las legislaciones lo determina por el parto salvo las que aceptan la maternidad subrogada o el alquiler de vientre.

De esta manera, en la actualidad el vientre como elemento central se relativiza y vemos que el privilegio de realizar la familia ya no es ni del padre, como en el siglo pasado, ni el de la madre a través del parto como lo plantean la mayoría de las legislaciones, sino la del propio niño.

Ante los dilemas éticos que se plantearon por la intervención de la ciencia, no sólo corresponde velar por el interés del niño cuando los padres son estériles y recurren a las técnicas de procreación asistida, sino también cuando son fértiles, dado que la buena parentalidad no se puede establecer de entrada ni es el resultado de un embarazo espontáneo, puesto que no hay nada asegurado de entrada. Los distintos sistemas de alianza entre sujetos de sexo diferentes o del mismo sexo están sujetos a impasses de los que se ocupa el psicoanálisis, puesto que la relación entre el amor, el deseo y el goce, siempre es una pregunta entre los seres hablantes y en este impasse se aloja el niño.

Los mitos sobre el origen y la pregunta del niño sobre la diferencia entre los sexos forman parte del sujeto independientemente de las alianzas entre sus padres y de sus posiciones sexuales, puesto que en definitiva se trata de ver de qué manera se distribuyen las funciones de madre y padre para un niño. El niño, dice Laurent, es el que hace a la familia, y construye sus ficciones y mitos familiares independientemente de las legislaciones.

Las prácticas múltiples de la sexualidad conforman parentalidades múltiples, es por eso que lo que cuenta no es tanto el ideal social de cómo se construyen las parejas sino cómo cada sujeto interroga al goce a lo largo de su vida.

Los desarrollos científicos ponen de relieve la tensión genitor-paternidad. Si bien la ciencia tiene una acción sobre lo real de la procreación, las respuestas jurídicas dan cuenta de que finalmente no se puede olvidar la incidencia simbólica del reconocimiento de un hijo. La versión de qué fue un padre para ese hijo, no puede más que aprehenderse uno por uno en el curso de un análisis.

Los exámenes de ADN adjudican paternidades pero no vuelven a un hombre padre de un niño, si entendemos por ello tomar a una mujer como causa de su deseo y volverse responsable del niño que con ella trae al mundo.

Las legislaciones también se vuelven sensibles a estos impasses que muestran que nadie puede ser padre por decisión de un juez. El reverso, del lado del niño, tiene lugar en los actuales derechos del niño a conocer sus orígenes, entendiéndose por ello sus orígenes biológicos que en muchas ocasiones les permite restablecer una continuidad en su mítica historia fragmentada.

Ser madre o padre, homosexual o heterosexual, siempre conlleva un reconocimiento tanto por parte del sujeto como por parte del niño. Y esta adopción simbólica, necesaria, se entreteje con la manera con que cada uno construye la vida amorosa.

2. El niño y su escuela

La violencia forma parte de nuestra vida cotidiana. Ella va cambiando sus vestiduras a lo largo del tiempo: conquistas, inquisiciones, guerras entre los pueblos, guerras civiles, genocidios, odio, segregación. Somos testigos en la actualidad de su aparición en las escuelas, pero no porque la violencia sea escolar, sino porque la violencia social repercute en las escuelas y se vuelve sintomática.

El siglo XXI se caracteriza por la caída de la figura del Ideal que funcionaba en otras épocas y eso se expande sobre las instituciones. A falta del Ideal que sostiene pacificadas las identificaciones horizontales entre sus miembros, estas relaciones se modifican. Se producen entonces agrupaciones cambiantes, con gran movilidad identificatoria. Los jóvenes se apoyan cada vez más en su grupo de pares y establecen entre ellos el criterio de cómo se hacen las cosas muchas veces sin una orientación clara, sino bajo el estigma del rechazo, la discriminación y la tensión con los otros. La relación con el semejante siempre experimenta una dualidad: de amor narcisista y de agresividad como su reverso. En la medida en que se desvanece la figura de la autoridad, la posición tercera que permite mantenerse en una buena distancia con el otro, aumentan los fenómenos imaginarios y la agresividad que genera el lazo.

En la escuela se juega la transmisión de ideales, de saberes y de la cultura. Es una institución que trata de ordenar a los alumnos a partir de saber. El derrumbe de la figura del padre contemporánea desestabiliza la inclusión de los niños y jóvenes en las escuelas, aumenta el rechazo del saber que queda desacreditado y genera una tensión creciente entre pares. Los niños quedan cada vez más aislados en el saber que extraen de su uso solitario de internet y rechazan el saber escolar.

Por fuera del buen funcionamiento escolar o de los programas educativos, se sintomatiza la escolarización y la socialización escolar. La violencia aparece así como un síntoma en los distintos lazos que se establecen entre directores, maestros y alumnos.

Niños que son absolutamente tranquilos y pacíficos eventualmente se encuentran en una situación extrema que los hace reaccionar de una manera inesperada. Un adolescente con muchas dificultades en su escolarización pero que mantiene un lazo amigable y cordial con todo su entorno me explicaba cómo terminó acorralando a un niño menor que él en el baño de un colegio de una manera inexplicable. Al salir, ese niño pequeño fue amenazado por otro con un cuchillo. Alertados por los padres, mi paciente y su amigo terminaron citados por la justicia. La respuesta del joven que usualmente no era nada agresivo, agravada por el ataque del compañero, se vuelve un verdadero acoso frente al niño involucrado.

Otra adolescente me relata las peleas escolares entre bandas de chicas y cómo se amenazan unas a otras acerca de lo que se harán a la salida. Podría parecer solo palabras, pero por fuera del colegio una de las chicas fue atacada con un cuchillo y tajeada en la cara. Esta joven no participó del ataque físico, pero su banda continúa en franca provocación de sus pares.

En ambos casos nos encontramos la búsqueda de un apoyo identificatorio en sus pares para salir de su aislamiento, pero esa dirección no los conduce situarse en el mundo de modo tal de hacer evolucionar sus lazos, aprender en la escuela y abrirse a un número nuevo de posibilidades, sino que los llevan al odio, a la violencia y a la segregación entre grupos y pandillas. El rechazo de la orientación de padres y maestros por parte del adolescente muchas veces expresa la desconexión, el desenganche de las figuras en las que podrían apoyarse y dirigir sus preguntas, sus incertidumbres, sus miedos. En su lugar aparece el pasaje al acto violento, como simple descarga y desafío sintomático, que en realidad no resuelve nada y los deja tanto más confundidos y desorientados.

Los métodos de evaluación, el control institucional, el ejercicio de un poder discreto pero cada vez más impersonal sobre los niños y los adolescentes solo aplastan las subjetividades y aumentan su extravío.

La escuela se propone como un lugar de inserción social del niño, que podría oficiar como una mediación hacia el mundo extrayéndolo que sus rutinas solitarias. Pero la vida escolar conlleva sus propias dificultades en la medida que lo social repercute en las escuelas mismas. Estos movimientos generan sistemas de control. En la medida en que la familia moderna se constituye alrededor de un niño, se vigila a la familia y al niño. Se presenta así una doble estructura de control: sobre el niño mismo, objeto de vigilancia, y sobre los padres a través de los niños escolarizados. El niño se vuelve un órgano de control, un aparato de control de la familia para determinar los buenos y malos padres, muchas veces desentendiéndose de las complejas situaciones que atraviesan los niños y sus padres.

3. El niño y su medicación

Georges Canguilhem, en su texto Lo normal y lo patológico (1943), se ocupa de definir ambos términos a partir de la historia biomédica. Lo normal es un término que deriva de la institución pedagógica y sanitaria cuya reforma se produce como consecuencia de la Revolución francesa. Apunta a la norma, a la regla que unifica lo diverso y reabsorbe las diferencias. Al normalizar se somete a una exigencia que debe cumplirse. “Lo normal, dice Canguilhem, es el efecto obtenido por la ejecución del proyecto normativo, es la norma exhibida en el hecho”. Es un concepto “dinámico y polémico”. Lo anormal, como negación lógica, es anterior en tanto que suscita la intención normativa. Por otra parte, las normas son correlativas a un sistema social puesto que su unidad virtual tiende a una organización. Michel Foucault subraya de este texto que la norma permite fundar y legitimar cierto ejercicio del poder, por lo que puede considerarse un concepto político.

¿Qué lugar dar a lo patológico? Lo normal se opone a lo anormal, no a lo patológico. El límite entre lo normal y lo patológico es impreciso porque lo normal supone criterios estadísticos y cuantitativos que corresponden a las normas que estipula una sociedad determinada. En definitiva, la norma es el elemento disciplinario regulador de las relaciones sociales que corresponde a los ideales vigentes.

En determinado momento histórico se asocia lo normal a la salud, y la anomalía a lo patológico. Pero si se apunta a la diversidad y no a la norma ideal, para Canguilhem la frontera entre lo normal y lo patológico debe ser examinada en la singularidad de cada sujeto. Lo universal de la llamada normalidad se opone así a las particularidades patológicas. A partir de esta distinción se construyen los diagnósticos.

Ian Hacking considera que los diagnósticos contemporáneos son construcciones sociales que responden a épocas y a lugares determinados. El acto de dar un nombre logra realizar una construcción sobre aquello que nombra. Las clasificaciones incluyen individuos con los que interactúan, y por el “efecto bucle” se van modificando tanto los individuos clasificados como las propias clases. A su entender, el mal real que la clase intenta nombrar existe, lo que se modifica es el nombre.

Habitamos diversos mundos posibles de acuerdo a las clases que usamos. El punto central es qué criterios de selección y organización se utilizan en la categorización de las clases consideradas relevantes. A estas consideraciones Ian Hacking añade lo social de la construcción de la realidad puesto que el mundo no es ajeno a las personas que lo habitan.

La proliferación contemporánea de un diagnóstico que conlleva el uso necesario de medicación psicofarmacológica es la expresión de un medicalización de la educación y una transformación de la concepción acerca de en qué consiste educar y qué es un niño. El ideal del éxito marca la lucha desenfrenada contra el fracaso escolar, olvidándose en este recorrido que no hay un até escolar a través del cual todo esté dicho acerca de una vida por venir. El control de la infancia también recae en el uso masivo de la medicalización de los niños.

La presión de los laboratorios, el uso indebido de los psicofármacos, el empuje a la cuantificación, la arbitrariedad diagnóstica confiada a cuestionarios suministrados por padres y maestros, no son más que la expresión de una distorsión del sujeto que consulta o es traído a la consulta por su sufrimiento. Se diagnostica en nombre de medicamentos y no de sus síntomas, creando así diagnósticos que se expanden sobre la población al que responde como tratamiento una medicación específica, como por ejemplo la ritalina para el llamado ADD.

Lo sintomáticamente desatento no puede reducirse a un tratamiento yoico puramente educativo que sigua lineamientos universalizantes, sino que el síntoma debe ser examinado en la particular historia que encarna cada niño. De lo contrario se vuelve una invitación al consumo. La solución de psicofármacos nos vuelve consumidores y nos empuja a apropiarnos de la solución médica en forma indiscriminada sin considerar otras opciones para paliar el síntoma y la angustia. Reeducación y medicamentos es la combinación que forma parte de la fórmula que en nombre de la ciencia forcluye al sujeto.

Esta orientación no se dirige ya al sujeto del inconsciente sino a un sujeto del aprendizaje que hay que evaluar, educar y corregir para que responda a los criterios de normalidad que impone el discurso amo.

En verdad se trata de un niño que se distrae por los significantes que marcan su historia, sustrayéndolo de las tareas educativas, haciéndolo vagabundear en sus fantasías, dejándolo cautivo de la pregnancia de las relaciones imaginarias con los otros, o transformándolo en la presa de un cuerpo de goce que lo desborda con una hiperactividad desenfrenada. La falla simbólica da lugar al exceso que se vuelca en el cuerpo, impidiendo que el niño mantenga su atención o que pueda detenerse el tiempo suficiente para concluir sus tareas en un mundo cada vez más acelerado.

El psicoanálisis invita a dirigirse al sujeto, uno por uno, para que su padecer encuentre una salida que le sea propia, por fuera de la atención que falta o de la actividad que sobra.

4. El niño y sus diagnósticos

En el libro El Otro que no existe y sus comités de ética, Jacques-Alain Miller plantea que en la actualidad existe una decadencia de la función del Ideal y una promoción del objeto llamado por Lacan plus de gozar. Este eclipse del Ideal produce una vacilación de las figuras de autoridad. Este eclipse del Ideal, afirma, produce un predominio del objeto de goce sobre el ideal, explica la crisis contemporánea de la identificación. Se produce entonces una multiplicación identificatoria de las que se desprenden identificaciones imaginarias débiles, cambiantes, solidarias de una fragmentación discursiva y de un déficit simbólico.

Los estilos de vida, los estilos de goce, reivindicados en su multiplicidad y dispersión, construyen nuevas comunidades alternativas, como así también el mutuo rechazo. El horizonte de la segregación, en sus distintas vestiduras, la intolerancia y el rechazo de lo diferente y extraño, se vuelve tanto más patente en las cotidianidades como así también en sus acontecimientos imprevistos. Los fenómenos segregativos favorecen la marginalidad y el sentimiento del sin salida. La multiplicación identificatoria no pacifica la crueldad, la indiferencia, el racismo que se creían frutos de los ideales imperantes en otras épocas. El siglo XXI no se ha mostrado menos sangriento que los anteriores. Y nuestras guerras contemporáneas, que incluyen sus modalidades de “guerras civiles” en tanto que incluyen a la población civil, la xenofobia y la intolerancia dan cuenta de la supervivencia del mal, del kakon, que encarna esencialmente el otro y su diferencia.

Eric Laurent indica que los sujetos se identifican cada vez menos con sus historias familiares discontinuas y llenas de agujeros. En su lugar surgen las comunidades y los pactos sociales que se fundan sobre nuevas formas de autoridad. La multiplicación de los significantes amos, y sus versiones de mundos posibles, se vuelve esencialmente “solo con algunos” con quienes me identifico, pero a la vez, son “virtuales” puesto que estos ideales postizos resultan tan transitorios como el culto de lo nuevo que nos vuelve consumidores. Se consumen productos, imágenes de juventud, lazos amorosos, como así también significantes con los que las diversas comunidades se identifican para decir quiénes son. La velocidad que toma el lazo expresa el incansable desplazamiento de objetos, personas y significaciones.

Zygmun Bauman, en su libro Amor líquido, nos recuerda la pasión de los habitantes de Leonia, una de las ciudades invisibles de Italo Calvino, que disfrutan de cosas nuevas y diferentes que estrenan cada día. Pero cada mañana “los restos de la Leonia de ayer esperan el camión del basurero”.

Cada uno queda en una diversidad que no incluye a los otros, sino que empuja a la exacerbación de lo segregativo.

Pero la segregación no es solo identificatoria sino que también se desprende de los criterios de lo normal y de lo patológico con los que se leen las conductas de los niños.

Las evaluaciones contemporáneas han llevado a diagnosticar como “trastornos de conducta” a niños desde los 3 años, de modo tal de establecer en los jardines de infantes una lista de “futuros delincuentes”. Esa fue la iniciativa de un proyecto de ley francés que como modalidad de prevención contra la delincuencia querían establecer un diagnóstico precoz a través de un “carnet de comportamiento” (La Nación, martes 7 de marzo de 2006). El “trastorno disocial” (Conduct disorder), es el antecedente de los “ladrones de cubos” futuros criminales. La televisión francesa emitió una película titulada “La infancia bajo control” dirigida por Marie-Pierre Jaury, en la que muestra cómo el INSERM (Instituto Nacional de la Salud y de la Investigación Médica de Francia) en el año 2005 hizo un informe en el que había llegado a la conclusión de que era posible predecir que in niño travieso, agresivo o desobediente podía llegar a convertirse en delincuente en la edad adulta y recomendaba detectar cualquier posible alteración de su comportamiento desde la guardería. A partir de ese informe se redactó un anteproyecto de ley sobre la prevención de la violencia que quería poner en funcionamiento un carnet de comportamiento que serviría para realizar un seguimiento del niño, y eventualmente recurrir a los fármacos para ajustarlo a los criterios de normalidad. Este proyecto fue detenido por la amplia movilización de pediatras, psicólogos, psicoanalistas y numerosas instituciones que acusaron al INSERM de querer realizar una vigilancia generalizada de los niños pequeños bajo la base de criterios pretendidamente científicos.

La búsqueda de predecir el destino de un niño a partir de un comportamiento extraído del contexto subjetivo y familiar olvida que la vida transcurre en el tiempo. Jacques Lacan, al trabajar acerca de la agresividad propia del narcisismo, contracara del amor, afirma que en el ejemplo de la niña pequeña que le pega a su amigo, primer objeto de identificación, este “gesto de Caín” no augura por ello un porvenir criminal. Cristalizar al sujeto en un futuro anunciado es desconocer que circunstancias que desencadenan cierto tipo de respuesta sintomática, que existen variaciones a lo largo de la historia y que, sobre todo, existe la posibilidad de dialectizar el síntoma e intentar buscar otras soluciones.

5. El niño y su síntoma

A nivel del síntoma, hay que distinguir el niño como síntoma del síntoma del niño. El primer caso da cuenta del poder de la palabra de los padres sobre el niño; en el segundo, nos encontramos con la subjetividad del niño, con el sujeto que llega a la consulta analítica.

El síntoma del niño es la “respuesta” al discurso conyugal dice Lacan. Esto quiere decir que el padecimiento del niño se sitúa en los impasses que se producen entre el padre y la madre. Con su síntoma, el niño los interpela y los confronta con la dificultad que se aloja en la relación entre ellos. Pero este planteo no se debe confundir con un enfoque familiarista, que toma a la familia en su conjunto. Se trata antes bien de la inclusión del sujeto en una estructura. Aquello que determina la historia, su instancia y su motor no son más que la manera en la que se ha presentado el deseo en el padre y la madre.

El discurso de los padres tiene una acción sobre el niño. Cuanto más pequeño es, más claramente se vislumbra el efecto de alienación en el Otro de su propio discurso. Los niños repiten lo que escuchan pero de una manera selectiva: siempre hay un sujeto que articula de una manera particular su historia retomando sólo algunos de los significantes que circulan a su alrededor. Siempre hay un sujeto que se posiciona frente a lo que escucha y que, al hacerlo, puede dar un sentido diferente al escuchado.

La consulta de los padres se produce cuando algo que sucede en el niño los angustia. Pero la consulta de los padres y la del propio niño puede ser diferente: las razones por las que los padres lo traen no coinciden necesariamente con las que desarrolla el niño en el curso de su tratamiento.

El tema de la demanda de análisis en el niño es sin duda una cuestión particular. ¿Existe acaso una categoría de sujeto propia a la infancia que lo distinguiría de cualquier otro? En realidad, la consulta por un niño se caracteriza por el hecho de que al ser traído por otros, usualmente por los padres, pero también puede ser por una indicación escolar, la emergencia de la demanda del sujeto debe añadirse a este procedimiento para que verdaderamente el análisis tenga lugar.

El analista no se dirige a un niño, sino que por fuera de la edad cronológica, siempre se dirige a un sujeto. El síntoma del niño, no ya el niño como síntoma traído a la consulta, da cuenta de un sujeto que debe ser escuchado en su singularidad.

A la distinción entre el sujeto a quien el analista se dirige y el niño sobre el que se habla se debe añadir una diferencia propiamente psicoanalítica entre el sujeto y el yo.

El yo es el residuo de las identificaciones con las que se viste el sujeto. Es una unidad que corresponde a una imagen y a sus ideales. Fundamentalmente, el yo que afirma, niega o reflexiona es puro desconocimiento, porque aquello que lo determina se hurta de él mismo. Esto conduce a una reflexión acerca del valor que se le da al asentimiento y cómo se sitúa verdaderamente el lugar del sujeto. El sujeto, en cambio, es puntual, evanescente. Aparece en los intervalos entre las palabras, en las puntuaciones, en las pausas, en los lapsus, en aquello que no se sabe y se vuelve una manifestación de lo inconsciente. En definitiva, el sujeto es un estilo que se capta en el decir del sujeto, en su enunciación, no en sus enunciados. El niño es, pues, un sujeto dividido que tiene un desarrollo en el interior de una estructura atemporal, la estructura del lenguaje, en la que está incluido en tanto tal.

Ahora bien, no alcanza con hablar ni con ser escuchado. A eso se añade quién lo escucha y qué se hace con lo que se dice. Un niño puede ser escuchado en su declaración sólo para dictaminar si miente o fabula, como en muchas ocasiones en las pericias por abuso sexual infantil. La escucha del niño no lo vuelve más sujeto en este caso. Sigue siendo el objeto del poder de la justicia y del veredicto de un caso.

El psicoanálisis se ocupa especialmente de no reduplicar el lugar de objeto que el niño encuentra en el discurso parental o en los discursos institucionales. El dispositivo analítico se dirige siempre, a través de su escucha, a la producción de un sujeto en el interior del tratamiento.

En verdad la crisis actual del control de la infancia permite escuchar la voz de niño en los intersticios de los discursos establecidos, y eso abre la posibilidad de recibirlo y acompañarlo en aquello que tiene para decir, por fuera de los falsos diagnósticos, del uso indiscriminado de los medicamentos, y de la cosificación en clases universales que se desentienden de lo que hay de único en cada niño.

Buenos Aires, octubre de 2014