El fin de análisis: la letra como mirada

Freud invita en sus escritos técnicos a “un tratamiento preliminar” que preceda al inicio de análisis. Lacan otorga estructura conceptual a esta indicación freudiana, y señala la necesidad de llevar a cabo “entrevistas preliminares”, tanto para establecer un diagnóstico diferencial como para posibilitar la transformación del síntoma en “síntoma analítico”. Este cambia valor de goce y uso -que hasta entonces presentaba un cierto equilibrio- por un valor de saber. La aparición de la transferencia implica la captura del sujeto por el “amor de saber” ante el descubrimiento de la producción de saber inconsciente. Experiencia de amor correlativa a la suposición de saber que no guarda ninguna relación con un querer saber algo acerca de “eso”. El analista se vuelve soporte del supuesto de saber y vehículo de desciframiento. El pasaje del analista del lugar de “referente latente” -en el algoritmo de la transferencia- a su encarnación al final de la cura da cuenta del transcurso del análisis.

Estudiaré el preliminar del tiempo lógico que precede al final del análisis y que ya devela la metamorfosis del sujeto. Curiosamente, el mismo umbral de entrada se atraviesa a la salida. Pero de otra manera. Frente al atravesamiento salvaje del fantasma al inicio de una cura, se contrapone su puesta en anamorfosis -que condensa el saber sobre lo sexual-. Hay algo que de entrada se capta a tientas, un “aperçu” al decir de Lacan, un “vistazo”, una idea enigmática, indescifrable, pero que indefectiblemente se entreteje en el destino del sujeto. Esta captación inefable no es suficiente; una elaboración de saber debe alojar “eso” que constituye lo más íntimo del sujeto.

Esta puerta de entrada sin duda nos recuerda otras. Como la de Kafka. Un individuo tropieza en su camino con una puerta. Se instala frente a ella, a la espera. Transcurre toda su vida. Sólo se abre en el momento que antecede a la muerte. El guardián anuncia entonces que esa puerta le estaba destinada, que ya puede franquearla.

El análisis propone un movimiento contrario. La indefectible promesa de la muerte se juega desde un principio. El sujeto atravesará numerosas veces el mismo marco de su fantasma, respuesta a la falta del Otro, antes de reconocer la verdad de su goce. En ese momento una brecha, distancia entre el fantasma y la pulsión, se abrirá frente al fatídico destino, y junto con ello, la apuesta de poblar su falta de saber con los meandros de la invención.

1. La verdad, un meteoro del psicoanálisis

En la Antigüedad los fenómenos atmosféricos se aglutinaban bajo la rúbrica de los meteoros. Lucrecio se refiere a ellos en el libro VI de De Natura Rerum. Estos meteoros, en particular el arco iris, son, al decir de Lacan, sólo apariencias: nada se esconde por detrás. Pero no se reducen al terreno imaginario sino que indican que “hay eso”. En su evanescencia, se entrecruzan con los efectos de verdad. Cuando se quiere ir a aprehenderlos ya están en otra parte. La verdad es un sólido que sólo puede ser dicho a medias.

Jacques-Alain Miller mostró cómo se produce el pasaje del inconsciente-verdad (que puede inscribir la verdad del sujeto) al inconsciente como saber en la enseñanza de Lacan (curso de 1991-92). Este viraje no conlleva la desaparición del concepto de verdad. Es una escritura que concierne más al saber en la ciencia que a la literatura.

El psicoanálisis no crea escritores; a veces los encuentra. La escritura en cuestión se desentiende de las relaciones particulares que algunos sujetos mantienen con la letra. Esta operación de ciframiento singular es curiosa porque cada vez que un sujeto logra aislar un punto de verdad en su análisis y lo transmite, se vuelve una verdad para todos, y puede producir resonancias en la intimidad de los otros. Los efectos de verdad, meteoros analíticos, se dialectizan en el seno de una cura, pero también en el trabajo colectivo de la comunidad analítica.

El sujeto que llega a un análisis sabe, sin saberlo, algo acerca de su goce. Su imposibilidad de escucharse y aprehender las coordenadas fantasmáticas que sostienen los síntomas hace que el meteoro que orienta la consulta se desvanezca. El inicio del análisis es una manera de dejar ya un rastro computable en el saber inconsciente. Descubrirá con sorpresa en el análísis, al acumular efectos de verdad, que su goce delataba “eso”, “eso que amaba”, sin saber qué, pero que sin duda era algo más que el sueño que lo alojaba.

2. Más allá del desengaño

Desengañados, los personajes de un apólogo de Alphonse Allais descubren que no era él ni tampoco era ella. El amor se muestra insuficiente como suplencia del vacío y condena al exilio al ser-hablante de la relación sexual. Las declinaciones del amor entremezcladas por el malentendido y el desengaño condenan al sujeto a la soledad con su verdadero partenaire, el objeto (a) que aloja su plus-de-goce.

Un poema de Apollinaire muestra un punto de verdad en la estructura: “Soy un solitario. Tengo hambre, tengo hambre. He aquí que me descubro una cualidad; estoy hambriento. Busquemos algo para comer. El que come ya no está solo”.

El sujeto debe resignarse a la imposibilidad de hacer uno de dos y descubre los límites de la elaboración de saber dialectizada en su cura. Cuando se franquea la respuesta del fantasma al deseo del Otro, ¿resta sólo errar a tientas en un limbo psíquico, entre-dos-muertes que se solidariza con el penar del desengaño? Peregrinos de su travesía, no todo es pérdida.

Un relato de Maurice Blanchot, Celui qui ne m’accompagnait pas, reproduce de alguna manera el trabajo analítico. Tres personajes y un decorado se reducen a un simple bosquejo: el héroe, narrador de su experiencia; un personaje que puntúa el discurso; y el tercero, sólo una apariencia, un reflejo que se desvanece, “es como si desaparecer fuera para esta figura su verdad más humana, y también la más próxima a mí”, dice el narrador.

La narración comienza con la inquietante sensación de no tener ya más nada que decir, prisionera en su incredulidad, suspendida en el tiempo. A este discurso se contrapone una única figura que se desdobla en los otros dos personajes. Uno escucha en silencio, impulsa el trabajo de elaboración de saber, relanza la incesante pregunta: “¿Escribe? ¿Escribe usted ahora?”. El otro es encarnación del semblante, un punto que se percibe entre las sombras y fija en el mismo movimiento el vacío de la mirada.

Del enfrentamiento del desengañado a su deseo, emerge una escritura que pacifica las palabras y lo libera del desamparo en que lo sumergía aquella pregunta acuciante. Las mismas palabras que captan la mirada en Thomas l’obscur, miran a quien las lee, lo interpelan, pueden volverse un instrumento de localización de la mirada. Permiten apaciguar la inquietud y que la emergencia del objeto se vuelva menos insoportable. Este libro de Blanchot, con sus dos versiones -1941 y 1950-, se valen con nitidez de la distinción entre visión y mirada. Las palabras pueden volverse semblantes de la mirada como objeto, separándose de la visión, a ciegas frente al lector.

Aunque podemos deslizarnos con facilidad en esta analogía, un punto queda en suspenso. El narrador pretende olvidar, dejar que desaparezca la voz que escande su discurso. Pero esa no es la verdadera encrucijada del análisis. Más bien se trata de ver cómo se aloja el goce incluido en la escena del fantasma una vez que éste fue franqueado, que las identificaciones ideales quitan la escena y que se precisa el valor de encarnación del objeto (a) en la persona del analista. Y también eso se hace bajo una transferencia que no desaparece sino que se transforma con el devenir mismo del sujeto.

3. Algo más que una congregación de soledades

Lacan se pregunta en su “Proposición del 9 de octubre” si la desuposición del sujeto y la caída de su fantasma no podría desalentar acaso a los aficionados. “La destitución subjetiva inscrita en la tarjeta de entrada, ¿acaso no provoca el horror, la indignación, el pánico, incluso el atentado, en todo caso da pretexto a la objeción de principio?” Y añade luego, “Nuestra única elección está entre enfrentar la verdad o ridiculizar nuestro saber”.

No ridiculizar nuestro saber, ponerse en la vía de la verdad implica también apostar por la producción de un significante nuevo, manera singular de nombrar el marco de no-saber que se desliza continuamente en un “aún por saber” que no tiene nombre y no se escribirá jamás, de lo real del goce que queda como cuenta por saldar.

Cada analizante es llevado a escribir un saber acerca de lo que produjo su desamparo frente al deseo del Otro, inscripción que traduce la elaboración de saber con que se intenta aprehender lo real. Esto lleva a un trabajo singular que no origina necesariamente un lazo social.

Blanchot distingue distintas soledades: en relación a los otros, de recogimiento del artista, y la que concierne a ese estar a solas que toca el ser del sujeto.

El saber singular, producto de un análisis, se contrapone al movimiento que lleva a que lazos asociativos se constituyan en torno al síntoma del sujeto. El sujeto no puede más que estar a solas con su goce. Los otros, paradójicamente, se pueden volver un medio de socializarlo. A esto podemos oponer los meteoros del psicoanálisis, que con sus efectos de verdad proponen un trabajo colectivo y se manifiestan en cada momento del análisis.

La metáfora de la “ausencia del libro” de que habla Blanchot indica la imposibilidad de decir la “verdad toda”, que supondría un metalenguaje, un catálogo de los catálogos, que finalmente crearía un autor. No obstante, esa verdad que se dice a medias puede también enunciarse como “libro por venir”, resultado del deseo de saber, que indica el esfuerzo incesante del sujeto de aprehender el goce que resta de la operación de saber, otra manera de nombrar el significante “por inventar”.

Publicado en : Cultura y Psicoanalisis, Atuel, Buenos Aires, 1995.