Autismo – Scilicet

Vivimos en un mundo cambiante, lleno de imprevistos, presagios vueltos destino, contingencias que nos conducen a desenlaces inesperados. Por fuera de toda previsión, un encuentro puede deslizarnos hacia otros confines. Este fuera de norma, de los ideales que otrora nos orientaban hacia lugares ya conocidos, cambia inexorablemente el lazo con los otros.

Encierro, dificultades de comunicación, distancias móviles –demasiado cerca, demasiado lejos-, empuje a goces solitarios, todo esto traduce un quiebre y, al mismo tiempo, la fijeza repetitiva en sociedades paradójicamente cambiantes. Así el término “autismo” toma la delantera y se vuelve el significante privilegiado para nombrar el espíritu de la época. Autismo generalizado, a tono con una metamorfosis de lo simbólico en el siglo XXI que empuja al goce autoerótico, pero que no por ello queda sin lazo al otro.

El autismo, en realidad, es más conocido en esta época por la epidemia diagnóstica que afecta a los niños de acuerdo a su especificidad clínica. Desde su creación en los albores del siglo XX como una forma de la esquizofrenia (Bleuler), pasando por su vinculación directa con los niños pequeños a través del autismo infantil de Kanner y el Sindrome de Asperger en los años 40, su expansión en los años 80 con los Manuales Diagnósticos, hasta su verdadero estallido con los trastornos de los espectros autistas del siglo XXI, el autismo no ha parado de crecer.

Su rareza ya no es tal. La campaña de detección precoz para niños pequeños lleva a la puesta en forma de distintos cuestionarios para padres, enfermeras, visitadoras sociales, maestros y demás profesionales con distintas escalas de clasificación. Todo ello expresa la prisa por situar una enfermedad que se considera incurable, junto a sistemas educativos que suplen el “déficit” con comportamiento.

No podemos más que sorprendernos que sea justamente a los individuos, que llevan al extremo la “falta de comunicación”, a quienes se les exija con ahínco una normalidad a la que ya nadie responde pues la norma no funciona ya como tal.

El problema no es solo la clase diagnóstica que se utiliza, sino también los tratamientos propuestos homogeneizantes

El trastorno del espectro autista incluye síntomas en los que se destacan déficits sociales y de comunicación, intereses fijos y comportamientos repetitivos. Un único nombre que para distintos individuos. Pero no se puede aprehender al autismo por la suma de síntomas: no se trata de una enfermedad sino de un “funcionamiento subjetivo singular”. Tras su caparazón no se esconde ningún niño normal.

Jean-Claude Maleval plantea la diversidad de casos involucrados en el diagnóstico que van desde los casos que requieren una atención institucional hasta de autistas de alto nivel. Algunos niños presentan “islotes de competencia” que a menudo los vuelve eruditos en dominios muy especializados, incluso con aptitudes excepcionales.

Su modo de funcionamiento está caracterizado por un “retorno del goce sobre el borde”, según la expresión Eric Laurent. Esto da cuenta de cómo el objeto se encuentra pegado al cuerpo y constituye una “caparazón autista” en su particular dinámica libidinal como formación protectora frente al Otro amenazante.

La hipótesis central de Maleval es la del rechazo al goce asociado al objeto voz que determina las perturbaciones del lenguaje: Se protege entonces a través de lo verboso o del mutismo, y evita la interlocución del Otro. Aun cuando hablen con fluidez, como en el caso de los autistas de alto nivel, se protegen del goce vocal a través de la falta de enunciación y de su fijeza.

Laurent indica que la inclusión del sujeto en el autismo implica el funcionamiento de un significante solo en lo real, sin desplazamiento, que actúa de modo tal que busca un orden fijo y un simbólico realizado sin equívocos posibles. El no sentir empatía en realidad no es necesariamente un déficit sino que los lleva a funcionar sin los obstáculos imaginarios propios de la vida cotidiana. El encapsulamiento autista es una burbuja de protección cerrada de un sujeto sin cuerpo. El problema que se plantea entonces es cómo se desplaza ese neo-borde en el transcurso de un tratamiento.

Al llegar a la consulta el niño autista suele rechazar todo contacto con el otro, experimentado como intrusivo frente a un borde encapsulado casi pegado a la superficie de su cuerpo. El desplazamiento de este caparazón se produce a través de intercambios articulados con un otro experimentado como menos amenazante. Se busca construir un espacio que no sea ni del sujeto ni del otro, que permita un acercamiento que extraiga al niño de su indiferencia y de su repetición exacta de su relación con el otro, y articular así un “espacio de juego”. Estos intercambios en lo real, no puramente imaginarios, en los que interviene la metonimia de objetos, permiten la construcción de un espacio de desplazamiento del borde y la emergencia de significantes que pasan a formar parte de su lengua privada. En algunas oportunidades se incluye el “objeto autista” con el que el niño se desplaza y entra también en el circuito de objetos. Ese objeto es parte de la invención personal, por lo que la orientación analítica que apunta a la operación de “separación”, sin por ello inscribirla, no indica de ningún modo que haya que despojar al niño de ese objeto.

El psicoanálisis permite separarse de su estado de repliegue homeostático sobre el cuerpo encapsulado y pasar a un modo de subjetividad del orden de un “autismo a dos”. El analista se vuelve así el nuevo partenaire del sujeto, por fuera de toda reciprocidad imaginaria y sin la función de interlocución simbólica.

Las transformaciones de lo simbólico nada cambian sobre este punto esencial: en el psicoanálisis nos dirigimos siempre a un sujeto en búsqueda de su salida singular.

Publicado en : A.A.V.V; El orden simbólico en el siglo XXI, Grama, Buenos Aires, 2011.