Algunas reflexiones sobre secuestros y toma de rehenes

El mundo contemporáneo es testigo de distintas formas de privación ilegítima de la libertad: secuestros, toma de rehenes, arrestos, desapariciones y hasta asesinatos. El terror, la incertidumbre, el profundo desamparo, forman parte de las múltiples maneras de atravesar una situación en la que se desconoce su salida.

Franqueado el umbral de no disponer ya de la propia libertad, las personas quedan a merced del capricho del Otro. Pero no todos atraviesan de la misma manera una situación extrema. No existe una respuesta-tipo. Con los llamados síndromes se busca construir instrumentos de decodificación de un real imposible de inscribir completamente en lo simbólico. Se hurtan así las diferencias, aquello que vuelve único a un individuo. La confrontación imprevista con la muerte deja su rastro, y sin lugar a dudas es una exigencia que va más allá de lo estipulado en el acuerdo comunitario.

Con la creación del cuadro de “Estados de Stress Pos-Traumáticos” en 1976, incluido en el DSM III, se contó con un instrumento de nominación de situaciones que atraviesan los sujetos en nuestras guerras contemporáneas, que exceden los enfrentamientos bélicos y se vuelven distintas formas de guerra civil. La violencia actual, la destructividad que Freud distinguía de la agresividad, forma parte de nuestra vida cotidiana. Las publicaciones de las últimas décadas dan cuenta de la vorágine que conlleva a un doble movimiento: universalizar el horror en cuadros homogéneos, en vistas de una pseudo-ciencia, pero, al mismo tiempo, desde otra perspectiva radicalmente diferente, agujerear el todo en busca de lo particular en cada sujeto.

Los psiquiatras americanos han estudiado los secuestros ya sean por motivaciones políticas, por delincuentes tomados por sorpresa, o incluso extorsivos. En los años 70 surgió un nuevo síndrome, el de “Estocolmo”, caracterizado por una empatía paradójica de los rehenes hacia sus secuestradores, explicado como una identificación producto del estado de abandono absoluto. El acento fue puesto entonces en la posición que toman los rehenes en relación a sus secuestradores mas que en sus experiencias subjetivas y desde una perspectiva de identificación yoica propias del psicoanálisis americano de la época.

Guy Briole, en una conferencia dictada en Bogotá sobre la toma de rehenes, subraya que no se trata tanto de que el rehén tome partido por el secuestrador, como se plantea en el Sindrome de Estocolmo, sino por su propia vida, por lo peligroso que también resulta para él el momento de la liberación. Muchas veces prefieren que se responda a lo que se les pide más que sean salvados a cualquier costo, incluso al precio de las vidas de los rehenes como ha ocurrido en distintos lugares del mundo. Acentúa entonces el respeto con el que debe escucharse el relato de las víctimas sin considerar que cada vez que no se condena a los secuestradores se trata del Sindrome de Estocolmo.

Señala a continuación la aparente paradoja de que el rehén pueda sentir que el riesgo es menor cuando percibe que el otro está decidido a llegar hasta el final. Esto sucede cuando, como en el caso de unos rehenes del Líbano que Guy Briole entrevistó, prefieren morir antes de continuar en esa situación. No pueden dejar de pensar su vida como abreviada y a veces se sienten incluso culpables.

Uno de los casos ilustrativos del Sindrome de Estocolmo es el siguiente. En diciembre de 1975 siete terroristas del grupo Free South Moluccan Youth Mouvment capturaron un tren en Amsterdam con 72 rehenes, que luego se redujeron a 23. Durante el transcurso de las negociaciones dos rehenes fueron asesinados. El periodista Gerard Vaders, el tercer rehén elegido para ser ejecutado, antes de la puesta en acto de la ejecución programada, le pidió a otro rehén que transmitiera un mensaje a su familia, dadas las dificultades que vivía junto a su esposa en esa época. Después de escuchar esa declaración decidieron no matarlo, argumentando que podían matar a otros, y a partir de ese momento ya no lo aislaron de los otros rehenes. Durante sus entrevistas ulteriores dio cuenta de su sentimiento de culpabilidad en relación a la guerra y a los riesgos que pasó su hermana en el campo de concentración de Dachau, en Alemania. Al ser elegido como la tercera víctima se resignó ante la inminencia de la muerte y comenzó a hacer un balance de su vida. Cuando finalmente no lo mataron, se sintió culpable y, a pesar de que sabía que eran unos asesinos, sintió compasión por esos hombres que llegaron como dioses y que al final se sentían desesperados, con la impotente impresión de que todo eso fue en vano. Este sentimiento, junto a la redacción de algunos artículos de crítica contra el gobierno, lo llevaron a ilustrar el Sindrome de Estocolomo. No obstante, su culpa, su franqueamiento frente a la muerte, no logra ser absorbida por ningún sindrome. Sin duda, se trata de la culpa del inocente frente a la culpabilidad de sus secuestradores, retomada en la particularidad de su historia.

Durante la reciente entrevista a Samuel Doria Medina, publicada en Látigo 3, él da cuenta de su experiencia subjetiva durante su secuestro. Durante 45 días estuvo secuestrado por el Movimiento Tupac Katarí de Liberación en el año 1995, tiempo de profunda incertidumbre para él mismo y para su familia acerca de su destino. “A los pocos minutos que me secuestraron, dice, asumí que iba a morir, hice un balance de mi vida y acepté la muerte. En lugar de amargarme me liberó”. Compara luego su experiencia personal con la relatada por el escritor García Marquez en su texto Noticia de un secuestro, en el que una mujer se reconcilia con la muerte al ser secuestrada y a partir de ese momento se siente mejor ante el tiempo adicional de vida que experimenta que puede tener.

Al salir, Samuel Doria Medina se reencuentra con su familia y con el irremediable efecto sobre sus padres. Pero señala algo más que casi se podría pensar aleatorio, secundario, pero que se vuelven el colofón de su experiencia subjetiva. Al salir queda impactado por los colores fuertes de la naturaleza puesto que su vida de encierro transcurrió en color sepia al pasar su tiempo prácticamente a oscuras.

Los colores de la vida cambian de acuerdo a cada sujeto. El impacto del secuestro, la perentoriedad de la muerte, lleva a que algunos, no todos, se reconcilien o se entreguen a ella. Pero sin lugar a dudas el verdadero desafío comienza cuando deben intentar apropiarse del acontecimiento que han atravesado, establecer un vínculo con su historia, subjetivar aquello que se inscribe como un trauma.

Recuperar la libertad es también poder recuperar cómo decir la propia historia.

Silvia Elena Tendlarz. Publicado en: Látigo, publicación digital, 2014